La noche del 24 de septiembre fue tal vez una de las más tristes de su vida. La abuela Dolores no dejó de escuchar mientras duró el tiempo ese de las sombras que provoca el negro de la noche, la voz sollozando de la chica, la Fermina. Un lamento de horas que se fue apagando para las primeras luces del alba. Quiso levantarse de una cama que le tenía presa, como pegada, enganchado el cuerpo, enredado entre unas sábanas húmedas de tanto como se suda con la fiebre cuando el mal se anida en el cuerpo.

Fue a primeros de septiembre cuando empezó a oírse que una especie de azote iba castigando a una población demasiado débil. No eran tanto los niños los que iban infectándose de una rara enfermedad que acababa obligando hacer cama, una cama que para algunos sería la antesala de una muerte segura. Eran las gentes de entre los 15 y los 35 años los que se vieron afectados por una extraña fiebre que no se quitaba con nada.

En la plaza donde vivían mis abuelos ya se iban contando los enfermos por docenas. Hubo unos días que nadie se atrevía a circular por las calles y si lo hacían, era con las bocas y narices bien tapadas, por si acaso.

En esa casa de pueblo que lo era, donde habitaban el matrimonio con seis hijos, la vida se descompuso de tal manera, que el ritmo de los días dio paso a una especie de letargo, adormidera, como de tarde de agosto calurosa, cuando las cortinas y ventanillos preservan de la luz arrojando sombras negras sobre las paredes encaladas.

Una casa en silencio y ni gatos, porque hace tiempo que salieron corriendo como si hubieran sabido que algo grave fuera a ocurrir en los días siguientes.

La vaca enfermando, con las ubres cargadas de leche y el macho, reclamando alfalfa que comer.

Dijeron que aquello venía de Europa. El abuelo comentaba que eso de la guerra no podía traer cosa buena. Se había iniciado a finales de julio y si bien España se mantuvo neutral, cabía que nos llegara algún rastro de miseria.

Y claro que llegó. Llegó con esa especie de gripe que empezaron a llamarla Gripe Española. El abuelo se irritaba porque aquello no era cosecha propia, sino venido de fuera, por la parte de Valcarlos dicen que entró.

Toda la familia resultó afectada. Primero el abuelo Veremundo, luego el hijo José, luego la Felisa , mas tarde la más chica, la Fermina. La abuela Dolores llevaba días gibada, se le notaba cansada, pero se daba cuenta que hacía falta.

Así que aquella casa siguió, aunque a un ritmo ralentizado, el curso de los días.

Pero la tarde del día 23 se derrumbó. A duras penas llegó hasta el dormitorio y como pudo, alcanzó a tumbarse, luego, la fiebre la enroló en esa especie de hemisferio donde ya pierdes la conciencia y te vas dejando llevar, tal vez pensó: “¿esto es la muerte?”

Despertó al día siguiente, pero su cuerpo permanecía ajeno al deseo por hacer algo. Intentó poner los pies sobre la baldosa y ni por esas, así que optó por quedarse quieta.

La noche del 24 La abuela Dolores se encomendó a la Virgen de la Merced, de la que era muy devota. Los rezos le acompañaron el sueño que de nuevo la envolvió sin casi quererlo. Al filo de la media noche escuchó las voces de la chica, La Fermina, quería mojar sus labios, pedía agua, pero nada pudo hacer, ni siquiera consiguió llorar.

La noche fue una lenta agonía, una lenta agonía que para Dolores resultó eterna.

Cuando la luz empujó las sombras y el sol recobró su territorio, Dolores escucho pasos en la escalera. Eran los hombres, camilleros , visitando las casas , hombres con guantes, mascarillas y unos delantales grises, recogiendo la tristeza, los cuerpos que horas antes lucharon por quedarse entre los vivos.

Cogieron con cariño a Fermina, la niña, la pequeña, apenas cuatro años, la cogieron en los brazos y la envolvieron con una sábana blanca.

“Les vieron salir por la puerta del Señano” , dijeron los vecinos. “Tan pequeña, seguro la Fermina”, comentaron, “¡ pobres padres!.”

Este año, me dice mi madre, se cumplirán los cien años. Ella no sabe donde esta enterrada. Aunque se la imagina sonriente en cualquier parte. Sonriente y hermosa. Este rincón de los recuerdos, de la hermana que no conoció le ha provocado un lloro callado. Son las lágrimas que brotan delatando su tristeza.