decía Félix Urabayen que hay “tres pajarracos que ven de noche: el murciélago, el búho y el contrabandista”. En efecto, tener la vista bien agudizada era algo casi congénito para quienes se veían obligados a atravesar los montes de la frontera cargados con pesados paquetes sin otro objetivo que ganarse un buen jornal. Aunque existió siempre, la práctica del contrabando en nuestra tierra vivió su momento de máximo auge a partir del siglo XIX, en una época de posguerra marcada por la escasez y la miseria. Fueron muchas las familias de los valles pirenaicos que lograron sobrevivir gracias a esta práctica ilegal. Porque sí, el contrabando era un oficio que literalmente significa “ir en contra de la ley (bando)”, sin embargo, nunca se consideraron delincuentes por traficar con cosas tan banales como puntillas, nailon, rodamientos o ganado. “Eso no era pecado”, coincidían en afirmar ayer en Sorogain José Antonio Villanueva, José Antonio Goñi y Casimiro Cerdán. Invitados por la Asociación Elutseder, que se halla inmersa en un proyecto de recogida testimonial y revalorización del oficio de contrabando, estos excontrabandistas narraron ante 70 personas las aventuras y penurias sufridas en secreto por los bosques oscuros del valle de Erro. En este encuentro, también participó el profesor de la UPNA José Antonio Perales, quien expuso la evolución de las fronteras, el contexto socio-histórico que propició el realce del contrabando y las consecuencias, casi todas positivas, que tuvo para la vida de estos pueblos. “El contrabando permitió la supervivencia de cientos de personas, contribuyó al mantenimiento del caserío y permitió el acceso a productos de primera necesidad, incluso productos unidos al placer y al lujo como los perfumes o el tabaco. También contribuyó a la supervivencia cultural de la zona, reforzando el euskera y la propia identidad”. Igualmente, para la industria tuvo su importancia ya que le proporcionó “géneros imprescindibles para el funcionamiento diario de las fábricas, como los rodamientos”, añadía.

LOS PRIMEROS SUELDOS El contrabando supuso un respiro para la economía familiar en aquellos tiempos. Aunque todos trabajaban de día en las hierbas o en la trilla, cuando caía el sol se dedicaban a la clandestinidad. Tenían una especie de doble vida. En su primera noche, José Antonio Goñi, de Agorreta, vio aumentar mucho la cantidad de 116 pesetas que cobraba a la semana por trabajar en la fábrica de Zubiri. “Por los primeros paquetes que cogí de Zilbeti al puerto de Erro hicimos tres viajes en una noche y sacamos 900 pesetas. Mira qué diferencia”, reconocía. En sus primeros tres viajes, Casimiro Cerdán, con tan sólo 18 años, también se alegró de reunir 900 pesetas para las fiestas de Erro, su pueblo. “Estábamos de trabajar hasta el gorro y no cobrábamos nada. Cuando empezamos con los paquetes, vimos por primera vez 100 pesetas juntas”, decía. Y es que se llegó a ganar mucho dinero en la frontera navarra, no para lujos excesivos pero sí para subsistir. “El fin de semana se notaba, quien tenía algún duro, lo gastaba, y se compraban motos”, recuerda José Antonio Villanueva, que vivía entre Sorogain y Esnoz.

Aunque llegaron a ver mercancías de todo tipo como sacarina, café, cobre, cañas de pescar e incluso paquetes de preservativos, lo que más transportaban eran puntillas y nailón, que tenían Barcelona como destino. Dotados con ropa cómoda, un buen almuerzo y la tela del kopetako que se colocaban en la frente, amarraban paquetes de 25 kilos, 30 y hasta 35. “Entonces seríamos de hierro”, bromeaba José Antonio Villanueva. Sin olvidar la dificultad de, en medio de la oscura noche y a veces caminando sobre la nieve, continuar correctamente la senda para poder hacer el relevo y entregar el paquete a otro contrabandista sin que los guardias les vieran. “Al final te acostumbras, todo es practicar y conocer bien el terreno”, narraba Casimiro.

UN POCO DE PICARDÍA Su astucia y maestría para despistarles, les libraba de que los guardias les echasen el alto, y eso que noche sí y noche también, los tres aseguran tenerlos de invitados en sus casas, tomando café y copa, jugando al mus o al subastado. Pero también reconocen que había algunos que se vendían y colaboraban con ellos, así conseguían no ser detenidos a cambio de dinero, aunque perdían el jornal de la noche en caso de que les dieran el alto. “Vivían en la miseria, ellos también estaban sin nada y les convenía estar de nuestro lado”, afirmaron.

Cuenta Goñi que en una ocasión, estando con Casimiro y otro llamado Juan, vio algo blanco en el suelo. Él iba el primero, se acercó y se percató de que eran unos calcetines blancos de un guardia. “Estaba dormido, pero al empezar a moverse, le tiré el paquete encima y se asustó. Empezó a gritar y otro guardia empezó a disparar. Ahí perdimos tres paquetes. Si vive ese guardia, aún se acordará”, relataba riéndose. En una borda de Mezkiritz, a Villanueva también le quitaron 12 caballos. “Al abrir un portillo, nos echaron el alto. Echar un trago de la bota y ese día a dormir sin sueldo. ¡Qué vas a hacer!”, decía Villanueva.

Afortunadamente, a estos tres contrabandistas no les tocó vivir casos más graves, salvo cuando un domingo al mediodía les sorprendieron a Casimiro, su tío Juan y a otro compañero llamado Jesús en una furgoneta a la altura de Zabaldika. Entonces llevaban 12 paquetes y, tras darles el alto, el chófer aceleró. “Aquellas camionetas eran lentas. Yo me metí entre los paquetes como las ratas. Empezaron a tiros y le hirieron a Juan, el copiloto (que a los días falleció). Yo me salvé allí de los tiros”, relataba Casimiro.

Con el final de la década de los 50, el contrabando empezó a decaer, a la vez que la vida en los valles pirenaicos comenzaba a ser más llevadera. Algunos comenzaron a trabajar en fábricas, otros continuaron con el ganado y, aún hubo quienes optaron por emigrar a América.

Desde la distancia y a pesar de los cientos de kilómetros que pesan en sus pies y en sus espaldas, estos contrabandistas admiten que vivieron una época muy bonita y llena de recuerdos y, por suerte, hoy pueden contar su testimonio con humor y contribuir así a enriquecer el valioso legado del patrimonio inmaterial del valle de Erro.