olsticio de verano, acaba de pasar el día más largo del año, al anochecer la víspera de San Juan en todos los pueblos y barrios del País del Bidasoa se encendieron hogueras y brilló llena la luna, y al día siguiente fue el turno del agua, fundamento y origen de la vida. El culto a los dos elementos permanece vivo aquí, como sólido y permanente atavismo que llega de tiempos ancestrales.

Este año, a pesar de la todavía amenazante pandemia y los que pensamos últimos (¿?) coletazos, vigente el reparo a los contactos sociales, y a su pesar, el fuego a veces casi clandestino fue protagonista. Padres y madres saltaron con sus hijos arrikonkon (a hombros, a caballito) para iniciarles en un ritual antiguo como el mundo.

En efecto, desde los tiempos más remotos, la humanidad festeja alegóricamente el cambio de estaciones, los solsticios y de modo muy especial el de verano. El cristianismo adoptó el paganismo de estos festejos, fijando para los mismos días la Natividad de San Juan el Bautista, y así ha trascendido hasta nuestros días.

En el pueblo de Oiz, en Malerreka, era costumbre que las mujeres, por San Juan, llevaran a bendecir a la iglesia unas cruces de laurel que se bendecían y se llevaban a los campos para protegerlos de plagas y tormentas. Renovaban las cruces cada año y ya secas se echaban a la hoguera que saltaban diciendo: ¡Ona barnera, txarra kanpora, sarna fuera!, para alejar males y enfermedades.

Las hogueras se encendían frente a las casas en todo el País del Bidasoa (en Arizkun es donde más hacen así, todavía) y se arrojaban hierbas benditas del año anterior. Y mozos y viejos saltaban tres veces pronunciando similares consejas.

Se creía que estos fuegos recordaban a los ancestrales que se prendían en lo alto de las montañas, en honor y más cerca del sol. “En las cimas de los montes, grandes hogueras ardían en celebración del solsticio del año, recuerdo venerable del culto al sol” (Pío Baroja, La dama de Urtubi).

Y el día de San Juan, se cambiaban los elementos, fuego por agua, y las gentes acudían a manantiales o fuentes que se creían con virtudes beneficiosas o curativas para las enfermedades y males de la piel, imagínese las condiciones de higiene de antaño.

Revolcarse desnudo por la hierba húmeda por el rocío del amanecer, era uno de los ritos que se seguían. La costumbre de revolcarse sobre el rocío parece que antaño se usaba mucho, en la creencia de que se curan o preservan todo el año del herpes, la sarna, el eczema, los granos y la tiña.

Y se acudía (se acude, desde la vecina Gipuzkoa y todo Bortziriak) a la fuente de San Juan Xar, entre Igantzi y Arantza, a rendir culto al agua y aprovechar sus virtudes curativas. Existe otra cueva, de cierto interés, en el paraje de Urbakura, cerca de Erratzu pero en suelo de Bidarrai (Baja Navarra) donde el agua ha formado, gota a gota por siglos, una estalactita que las mentes sencillas creen una imagen santa.

Se le llama Arpeko Saindu (el santo o santa de la cueva) y al agua que cae se le atribuye “un supremo poder terapéutico” (recogió José María Iribarren) para los males de la piel. El informante del escritor, el entonces alcalde de Elizondo, Juan Lázaro Ormart, recogió y analizó el agua y se descubrió que era no potable y estaba repleta de residuos orgánicos.

Hace unos 60 años y quizás algo más, se recuerda por algunos en Elizondo la más grande hoguera jamás encendida, la que se prendía en el puente de Antxitonea, antes Muniartea. Los autores eran una cuadrilla de adolescentes que se habían dedicado en días anteriores a recoger todo lo que pudiera arder y formar la gran fogata.

En estos casos, se repite hasta la saciedad que al saltar hay que tener cuidado de hacerlo siempre por el mismo lado, pero el ayudante de un carnicero que ya marchó del pueblo, y otro joven anónimo lo hicieron cada uno por su lado y se produjo un choque brutal entre ambos. El dolor no impidió que, como rayos, perdieran un segundo y salieran raudos de las llamas.