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El rincón del paseante

De montes, cante y jamelgos

De montes, cante y jamelgosALBERTO GIL

Hola personas, ¿qué tal lo llevamos? Esta semana me he echado a las calles, ya tocaba, después de tanto paseo dado por la avenida del Papel, la calle del Recuerdo y la plaza de La foto sepia, me di un garbeo el jueves de par de mañana, para tomar el pulso al despertar de la ciudad.

Vamos a verlo.

A las 8,30, con una temperatura a capricho y un cálido sol mañanero, ese que ilumina todo como si viviésemos en un plató de cine y que da ánimo y optimismo al paseante, estaba en la calle. Decidí no ir a pinrel e hice mía la idea municipal de ponernos a todos a dar pedaladas asistidas. Tomé una de esas maravillosas bicis mágicas y comencé mi recorrido. De Gorriti subí por la arteria principal hasta la plaza de la Libertad y de ella salí por el rincón de la Parroquia hacia el Este, hacia donde el nuevo sol iluminaba con fuerza. Rebasado el antiguo colegio de las ursulinas, paré mi vehículo y me asomé hacia Mendillorri, todo lo tenía a contraluz, en primer plano el pequeño monte que da nombre al barrio era negro azabache, tras él el resto de los montes, Malkaiz, Irulegi, sierra de Tajonar, Izaga, sierra de Alaiz, la Higa de Monreal, que iba de boda con un bonito tocado blanco, formaban una sinfonía de azules y grises, claros, oscuros, medios, superpuestos y planos que al verlos se diría que había andado por ahí Pedro Salaberri pintando la mañana. Tras recrearme con el espectáculo, tras ver y aprender el nuevo barrio de Mendillorri que cada día crece, cada día cambia, crucé de acera y tomé la calle Valle de Egüés otrora tranquilo camino con chalets a un lado y la silenciosa tapia del seminario al otro y hoy gran vía de comunicación de la vieja Pamplona con la Pamplona nueva, con toda la pérdida de tranquilidad que ello conlleva. Al llegar al semáforo de Baja Navarra vi con mis ojos que el famoso dicho: “pero…si aún no han pintado las calles”, refiriéndonos a alguien que sale a muy temprana hora de su remite, es ciertísimo, ahí estaban unos currelas pistola en mano pintando unas enormes franjas rojas ante el paso de cebra, ¿serán disuasorias?, ¿será que el propio paso de cebra y el semáforo que lo refuerza y acentúa no son suficientes?, diré como siempre digo: no lo sé. En esta vida cada vez soy más socrático: solo sé que no sé nada.

Crucé la avenida y entré en terrenos de la Media Luna, la atravesé en un suspiro pegado a la barandilla y disfrutando del paisaje que río, chopos y lechugas ofrecían a mi vista, llegué a la Plaza de toros, tomé a mi derecha y luego a mi izquierda, rebasé el portón del patio de caballos y por un paseo de Hemingway atiborrado de coches, a la vieja usanza, como cuando ellos lo invadían todo, llegué a donde quería llegar, a la Estafeta. Eran las 9 horas cuando entraba en la famosa Rua de la Zaga del Castillo, o Carpinterías de la Zaga del Castillo o San Tirso, que de todas estas formas, y alguna más, se llamó antes de ser bautizada con su actual nombre por el que la conocen desde la Patagonia hasta Alaska y desde la Ceca a la Meca. Entré y la vi tranquila, los bares, en su mayoría, permanecían cerrados, creo recordar que en su primer tramo solo Juanito tenía abiertas sus puertas, está claro que el enfoque del negocio ha cambiado, antiguamente a las 7 de la mañana te podías tomar un sol y sombra, que te templase el cuerpo para empezar el día, en el Juanito, en el Sixto, en Casa Flores, en el Fitero, en la Granja o en Chez Evaristo, ya que todos ellos atendían a la parroquia a tan tempranas horas. El jueves solo vi abierto el mentado Juanito y Chez Belagua. Un poco más abajo paré en la Librería de la Estafeta, Buttini etxea, a saludar a Carmelo que es la alondra del barrio, a las 5 de la mañana haga frio o calor, llueva o nieve o se caiga el cielo sobre nuestras cabezas ahí está él repartiendo la prensa casa por casa y tomándole el pulso al día, lo que él no sepa para las 9 de la mañana no lo sabe nadie. Estando en esas llegó Lucía, la anticuaria de “El baúl”, primorosa tienda en la bajada de Javier perfecta para conseguir cosas descatalogadas de la vida y darles una segunda oportunidad, llegó buscando al librero para secuestrarlo y llevárselo a desayunar al Belagua, punto cotidiano de reunión de tenderos y currelas de la zona. Los dejé con sus cosas y seguí pedaleando Estafeta abajo hasta llegar a Mercaderes. Estos días lo viejo huele a flamenco, en sus calles resuena el flamenco, la cita anual del Flamenco On Fire está presente y se nota, mi trabajo me impide estar en calles y plazas cuando cante, palmas, primas y bordones llenan el aire de arte y sentimiento, pero con un poco de imaginación paseé acompañado de soleas, bulerías, tanguillos, alegrías y fandangos.

De Mercaderes me adentré en Navarrería, paré un rato a mirar y admirar esperanzado el Palacio del marqués de Rozalejo porque me he enterado, se dice, se comenta, existe el rumrum de que en 15 días comienzan las obras de restauración, por fin, de dicho palacio dieciochesco, uno de los pocos que Pamplona tiene y que hasta la fecha ha sido no diré maltratado, sino pesimamente tratado, está en pie de milagro, todos conocemos sus últimos avatares, y no han sido los okupas los principales responsables de su deterioro. Bien, pero no miremos atrás, felicitémonos por la buena nueva, que las actuaciones sigan su curso y que en breve sea un punto de referencia en la vieja y bimilenaria ciudad de la Navarrería.

Por Dos de Mayo llegué a Barquilleros, extraña y recoleta calle, y por ella bajé, pisando sus antiguos e irregulares cantos rodados, hasta el portal de Francia, único en pie de los seis que cerraban Pamplona, hice derecha y desanduve lo andado por la Rua de los Peregrinos, hoy del Carmen, calle que recuerdo de cuando era niño porque a ella solía acompañar a mi padre al taller de un carpintero que se llamaba Raúl, hombre de gran paciencia, al que D. Pepe encargaba trabajos para casa y al que de vez en cuando le gorroneaba el taller para pasar un tablón por la regruesadora o una moldura por el tupí fresador, y la recuerdo especialmente porque era calle que siempre tenía a la puerta de alguna de sus bajeras un carro con su caballería amarrada a él con su atalaje, o algún pollino que comía de un saco que le colgaba de las orejas, era calle con mucha vida animal y a mí me gustaba. La vieja rua pertenecía a aquella Pamplona en la que era normal tener una cuadra junto al negocio, pocas, pero aún quedaba alguna.

Me ha vuelto a pasar. De nuevo me he enrollado, mi paseo no ha llegado ni a la mitad y ya se me ha acabado el espacio.

La semana que viene lo remato.

Sed malos.

Besos pa tos.

Facebook : Patricio Martínez de Udobro

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