EL olor de los libros, el de los nuevos y los viejos, es uno de esos olores que se quedan dentro de un@ con el paso del tiempo; como el olor de la tierra mojada en esas calurosas noches de verano, en las que irrumpe la tormenta y de pronto te sientes un poco más niñ@. Los libros estos días huelen a verano, porque con ellos en la calle la estación del sol se siente mucho más cerca. Esto es una de las cosas buenas que tiene la Feria del Libro, que haga el tiempo que haga, llueva o no, en ella es inevitable sentir que el verano está a la vuelta de la esquina; pensar que esas historias que estás ojeando y comprando de puesto en puesto te acompañarán dentro de nada en esa nueva ciudad por descubrir, en esa cala en la que el sonido del mar es siempre la mejor compañía para las historias de palabras, ésas que van y vienen como las olas, o en el monte o en cualquier sitio en el que un@ decida refugiarse a la sombra de un libro. Imagino que no los hay específicos de verano, ni de invierno; como tampoco masculinos o femeninos; ni para regalar a alguien en concreto, ni para un día determinado, por mucho que nos empeñemos en que el librero dé en el clavo cuando le pedimos un libro como si fuera el Olentzero. No creo que nadie que escriba historias las piense para una estación concreta ni para un género, sino simplemente para que sean leídas. Pero no sé, no apetece lo mismo al calor de la calefacción que sintiendo la brisa del mar. Es tiempo de nuevas historias, reales o de ficción. Huele a verano y todavía queda un día de feria, el de hoy, para conseguir literatura fresquita. No hay que descuidarse, pronto los libros olerán a otoño.