En las fiestas de Mendillorri, como ocurre en muchos sitios, un pequeño grupo de vecinas y vecinos del barrio y unos pocos jóvenes, se convierten en el pulmón y corazón de la fiesta. Sin apenas colaboración del Ayuntamiento, deben de montar un programa completo que lleve por unos pocos días la alegría a las calles. Gigantes, kilikis, txarangas, dantzaris y grupos de música del barrio se aúnan para normalizar aquello que debía ser auspiciado y apoyado por los regidores municipales. Quienes en el día a día organizan las fiestas se encuentran con demasiadas “pequeñas dificultades”, que más parecen un cúmulo de requisitos y trabas cuyo fin es desmotivar la celebración de unas fiestas apegadas al barrio y a su realidad social.
Ocurre sin embargo que lejos del desánimo que se pueda tener al conocer esta situación, sobre todo cuando se observa como otro tipo de actividades puramente comerciales cuentan con el beneplácito y los parabienes del Ayuntamiento , las gentes del barrio se unen y con sus calderetes y paellas , mesas y sillas, sombrillas y toldos , llenan las campas de hierba. Se comparte el mantel de tela, el vaso de plástico, la comida que con mayor o menor acierto preparan las cocineras y los cocineros y los postres caseros o comprados. Claro que importa lo que se come y se bebe, pero más importante es el compartir con los vecinos el tiempo y el espacio, mientras los más pequeños , impacientes como lo son, enseguida revolotean por todos los lados impacientes ante el toro de agua y el lanzamiento de las bombas japonesas o corriendo detrás de una pelota. Son fiestas donde cada uno es lo protagonista que quiera ser, pues de él va a depender como las quiera disfrutar.
Es viernes 30 de agosto, primer día de fiestas y 180 jóvenes se disponen a cenar juntos. El menú es sencillo. Macarrones con txistorra de primero, albóndigas en salsa con patatas fritas de segundo y de postre un yogurt. El precio 7 euros por persona. Por eso cuando uno recuerda que el expresidente del Gobierno de Navarra dijo que la ayuda de los 400 euros daba para poco más que una cena, siente el rubor de que personas como ella hayan alcanzado la Presidencia y se den golpes de pecho, junto con su acólitos, por los servicios prestados a esta tierra. Una cena preparada por cuatro jóvenes que me comentaban como, ante la abundancia de comida que había, ofrecieron a unos vendedores ambulantes que estaban cerca la posibilidad de compartirla con ellos. Inmigrantes llegados en su momento por la necesidad o la ilusión de un futuro mejor y que junto con sus familias recorren muchas fiestas y que enseguida aceptaron gustosos la invitación y se unieron a todo este grupo. O aquella pareja joven y recién llegada al barrio, que encontrándose en el paro les pidió un plato de comida y a los que rápidamente les pusieron dos buenas raciones, una barra de pan y una botella de vino. Pareja que cuando acabaron de cenar se despedían dándoles las gracias por dejarles participar de su fiesta. Una cena para obtener unos pocos cientos de euros, con los cuales hacer actividades en el barrio y generar en la juventud expectativas, inquietudes y abrir interrogantes, para que sus ilusiones no sean solamente conseguir el último modelo de teléfono portátil o seguir cualquiera de las modas con las cuales nos bombardean diariamente a través de la publicidad y que al final tienen como objetivo implantar un modo de vida que se mida exclusivamente por el dinero que se es capaz de generar.
Por eso, en este ambiente de fiesta y encuentro, cuando el domingo 1 de septiembre mientras muchos grupos comenzábamos a comer las paellas que se habían preparado, la noticia del accidente mortal de una vecina en las Escaleras de Ciriza nos dejó a todos helados. Muchos de nosotros habíamos compartido con ella y su marido horas de patio mientras las hijas jugaban. Excursiones al monte para que nuestros hijos e hijas conociesen que más allá de los límites y luces de neón de una ciudad, existen otros paisajes y parajes donde las personas se encuentran con la naturaleza. Cenas en una de las sociedades del barrio y pasos en las manifestaciones, donde se pide el respeto a nuestra identidad y la justicia social y la solidaridad. Por todos estos momentos vividos y porque existían tantas coincidencias, cada uno de nosotros sentía y comprendía el dolor que en esos momentos existía en su entorno más cercano y lo hacía suyo.
Cuando uno anda por el monte muchas veces los silencios se convierten en el mejor aliado. Parece como si la tierra nos abrazase y sólo el canto de los pájaros o el sonido de los riachuelos nos acompañe en nuestro andar. Otras veces, en cambio, el barullo de los hijos y las hijas, las carcajadas de los padres y madres cuando alguien cuenta una anécdota montañera se convierten, junto al entorno, en ese espacio que todos queremos recuperar. Por esta razón para quienes en el monte sentimos ser parte de un todo, circunstancias como las vividas nos conmocionan. La cara y cruz de una misma moneda. El anverso y el reveso. La vida y la muerte en un mismo lugar, lanzándonos un mensaje que muchas veces no alcanzamos a comprender qué sentido tiene. Tal vez nuestra vecina ahora lo sepa.
Es la hora de volver al trabajo. En la cuesta que baja a la chimenea me cruzó con dos mujeres. Muchas veces Mertxe, nuestra vecina, iba con ellas. Solía ocupar el centro de la acera mientras hablaban de cómo había transcurrido la mañana. Hoy en cambio vienen en silencio y curiosamente entre ellas hay un espacio, su espacio. Al fondo se ve la silueta del Cabezón de Etxauri, imagen que nos ha acompañado durante tanto tiempo y que seguirá acompañándonos. Testigo del dolor que sentimos.
En las fiestas de mi barrio, Mendillorri, la alegría y el dolor se convirtieron como ocurre en la vida en una danza que gira a nuestro alrededor y cuya pareja de baile en un momento determinado no sabemos cual será.
En Memoria de Mertxe y Raquel, dos vecinas del barrio.