como aquí no hay más que unas sesenta mil personas que una mañana tras otra no tienen un lugar al que ir a ganarse el pan, Barcina cogió el otro día el avión y se fue a una misa en la catedral de Rosario (Argentina), donde confraternizó con los navarros de ultramar. Son los de Rosario esos navarros sentimentales con los que el gran dietista Miguel Sanz tuvo, en los felices años de la incesante farra hormigonera, una noche inolvidable de jotas hasta el amanecer. El parte del Gobierno que daba fe de la excursión de Barcina omitió decir si "la Presidenta" -en los partes gubernamentales "Presidenta" se escribe siempre con mayúscula, por más que la RAE insista a cada nueva edición de sus normas en lo contrario: "No debe utilizarse la mayúscula inicial en los sustantivos que designan títulos nobiliarios, dignidades o cargos (sean civiles, militares, religiosos, públicos o privados)"-? Digo que el parte omitía esta vez decir si la presidenta volvió a pedir a la Santísima Virgen que intervenga en favor de los que no encuentran la posibilidad de ir a ganarse el pan. De vuelta, en pleno jet lag, Barcina buscó el norte en el homenaje a un compañero de inversión en locales de la antigua Can tan insigne como Antonio Catalán. Por descontado que a Su Majestad Barcina -Su Majestad con mayúscula genuflexiva, claro- no la majaron a palos unos seguratas de Miami, si es que hizo escala allí. A su vuelta, el país se dividía más que a su ida en Majestades y súbditos. A su vuelta, no solo los docentes del modelo D no habían recibido una explicación de por qué no se les presume tan decentes como al que más, sino que cualquier armario uniformado va a poder reducir a palos al dicente de cualquier inconveniencia. A su vuelta están más vigentes los antiguos delitos de lesa majestad. Esos extraños delitos sin víctima, de carácter político, por los que se condenaba a quien cuestionaba a las autoridades -a Sus Majestades- o era sospechoso de no sintonizar con ellas, de ser un súbdito díscolo.
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