Profesorado y modelo educativo de la LOMCE
Las declaraciones de Alberto Arriazu, presidente de Fedadi (Federación de Asociaciones de Directivos de Centros Educativos Públicos), en la entrevista publicada en este medio el pasado noviembre, ya han provocado la respuesta de otros docentes y asociaciones profesionales de la docencia, particularmente cuando se quejaba de que un director no pueda impedir que un docente utilice una metodología en clase “absolutamente convencional y aburrida”.
No voy a entrar en la discusión de si la metodología docente debe necesariamente ser innovadora y divertida, o si esa metodología debe de primar sobre los contenidos, cuestiones que ya han planteado otros compañeros. Me detendré en cambio en otras presunciones que me parecen graves y que se desprenden de una frase por otro lado tan corta.
Como profesor, no concibo que el director de mi centro, compañero al fin y al cabo, con su propia trayectoria docente y que probablemente no tenga ningún conocimiento de la especialidad que yo imparto, pretenda imponer, o en su caso impedir, que use una determinada metodología en el aula. Bastante me preocupo yo, por la cuenta que me trae, de cómo desarrollar mis clases para lograr los objetivos académicos. Y en su caso, habré de coordinar mis propuestas con las del departamento al que estoy adscrito y con las del resto del equipo docente. Y, después sí, habré de responder de los resultados obtenidos. Esa capacidad para determinar nuestros procedimientos de enseñanza y para organizar nuestra labor en el aula forma parte no sólo de la libertad de cátedra, que a los docentes nos reconoce la Constitución, sino, en nuestra opinión, de la dignidad y consideración que merece la función del docente, que en la configuración de la función pública no es un empleado subalterno, sino un profesional cualificado. Pero, lamentablemente, es tan frecuente escuchar llamamientos (bastante etéreos por lo general) a dignificar su figura, como comentarios que ponen en cuestión su tarea o su capacidad.
Este tipo de facultades que sugiere el señor Arriazu concuerdan más con un modelo de escuela (del cual no pretendemos hacerle responsable, pero hay que señalar las confluencias) concebido como empresa mercantil, en la que el director es un gestor forzado a buscar el factor diferenciador de su negocio para poder competir en el mercado, y que por ello está facultado, como gerente, para imponer a sus empleados pautas y procesos productivos.
Este es un modelo al que apuntan diversas disposiciones de la LOE en la nueva redacción introducida por la LOMCE. Así, los procedimientos para selección de los directores del art. 135, en los que se reduce el papel de la comunidad educativa, los requisitos para el acceso al cargo del art. 134, donde ya no es imprescindible ser profesor del centro, el nuevo concepto de autonomía de los centros y de fomento de la calidad, del capítulo II del título V, vinculados a un sistema que potencia la competencia segregacionista entre los centros a través de la especialización curricular y la excelencia (con la facultad añadida de primar en la admisión al alumnado de mejor expediente), y la posibilidad de publicación, a modo de ranking, de los resultados educativos, y a una autonomía de la función directiva que incluye facultades en la selección del personal que rayan en la vulneración de los principios de igualdad y concurrencia en el acceso a la función pública. Nosotros creemos que la enseñanza pública no puede concebirse como un modelo empresarial de centros enzarzados en la competencia por una cuota de mercado en forma de alumnos. Primero porque la escuela y la empresa son dos cosas distintas, con propósitos distintos, y segundo porque es fácil intuir qué escuelas y qué perfil de alumnado será relegado en esa carrera. Y todo ello pasa por relegar el papel de la comunidad educativa, y en particular el de los docentes, en favor de unos gestores profesionalizados.
¿Y a quién beneficia este modelo? Creemos que fundamentalmente a determinadas fórmulas de enseñanza privada, que es la que menos restricciones va a tener en ese entorno competitivo, pero que además va a poder beneficiarse del sistema de concertación y financiación pública sin tener que contribuir a la universalización de la enseñanza y a la igualdad de oportunidades, pues la propia ley avala la apuesta por el elitismo.
Y puestos a denunciar el menoscabo de la función del profesor, hay otra medida normativa que pone en peligro su especialización y su formación, y, de forma muy señalada, la calidad de la enseñanza, y que por eso tampoco podemos dejar de denunciar, aunque suponga ampliar el objeto de este artículo. Se trata del proyecto de Real Decreto de Especialidades de Educación Secundaria, que no sólo amplía más allá de lo razonable el número de disciplinas que puede impartir cada especialidad docente, sino que, llegado el caso, permitiría a cualquier licenciado universitario impartir cualquier materia en la red pública. ¿Máximo rendimiento al menor coste?
Cuando comencé mi trayectoria docente, con una sustitución a mediados de curso, comenté a algunos amigos mi inquietud por tener que impartir, entre las propias de mi especialidad, algunas horas de otra asignatura en la que no me consideraba tan experimentado. Uno de ellos quiso quitar hierro al asunto, quizá para tranquilizarme: “Pero? ¿no tienen libro? Lo sigues y ya está”. Me dejó un poco desazonado que mi amigo, que seguramente era un tipo bien concienzudo en su propio trabajo, opinara que yo podía permitirme unas soluciones tan ramplonas, y que no pensara, como yo, que preparar una clase era algo que debía hacerse con la debida profesionalidad. Pero al parecer mi amigo no era el único que pensaba que para dar una clase, de cualquier cosa, vale cualquiera.
El autor es delegado sindical en Enseñanza de CSIF-Navarra-Nafarroa