en todas y cada una de las ocasiones en las que me sorprendo dudando de la utopía, que considero debe guiar el pensamiento socialista, sospecho de mi cerebro, recelo de él y lo percibo presa de algún decaimiento malsano. Sin embargo, la vacuidad del vacío neoliberal me estremece de tal modo que recaigo de nuevo en la utopía, de tal suerte que de mareante deviene estimulante. Es verdad que la reflexión sin contenido representa la apoteosis de la infecundidad y del absurdo, pero también es cierto que a fuerza de acentuar y ensanchar la fe, se ha creado en las religiones una fuerza tan sorprendente que los místicos, en un momento de extraña lucidez, lograron llegar al éxtasis. De Jesucristo a Kierkegaard la fe ha movido montañas, de igual modo la utopía puede agitar conciencias y determinar una praxis social que procure una sociedad más justa. La muerte de las ideologías, que proclama el pragmatismo neoliberal, prefiere una utopía difunta, pues representa la negación de la clase trabajadora y de su consiguiente desmovilización. El socialismo queda así reducido a mera nostalgia de un pasado en el que la justicia social parecía posible. Y en el contexto de esta deserción ideológica, la operación de acoso y derribo perpetrada contra Pedro Sánchez y la entrega del gobierno de este país a una derecha escandalosamente salpicada por la corrupción representan un despropósito. No observo ganancia alguna en este desatino, como tampoco me parece admisible que se pretenda justificar este disparate, llamando podemización al giro que el socialismo debe dar hacia la izquierda, cuando la sociedad lo está demandando. En fin, me da la sensación de que estamos subiendo hacia el abismo o quizá descendiendo hacia el cielo. Y si se cumplen cualquiera de estas dos paradojas, el socialismo se quedará sin espacio político, esto es, sin un lugar en esta sociedad tan necesitada de una izquierda fuerte, coherente y creíble.

Parece que la desconfianza de Lenin hacia las bases se perpetúa en el partido socialista. De hecho, la élite dirigente tiene tendencia a ningunear con cierta asiduidad a la militancia, a la que parece considerar una horda asamblearia insensible a la política con mayúsculas. Sin embargo, esta absurda actitud lo único que ha ocasionado es el despertar de las bases que no se resignan a pagar sus cuotas, a ser interventores en las citas electorales y a votar aquello que les viene impuesto. O dicho de otra manera, elegir siempre aquello que la élite dirigente considera correcto. La resignación a la que se ven abocados los militantes, producto de una férrea y obligada disciplina, solo sirve para soportar estoicamente su desaliento. La impotencia política de la militancia es una deficiencia que aísla y desincentiva con una fuerza interior tal que convierte a cada afiliado en una persona supuestamente sin criterio y sin nada importante que aportar. Esto es, le trasmuta en algo obsoleto que no tiene ninguna función que ejercer en su partido. Sin embargo, los militantes no están dispuestos a ser las víctimas propiciatorias del espíritu autoritario y aristocrático de su propia formación política. Obviamente la militancia quiere participar en la democracia del partido, sobre todo en la elección de sus dirigentes y en aquellas políticas cuya trascendencia les afecta directamente, como es la formación del gobierno, ya sea estatal, autonómico o local. Ningunear a las bases, menospreciar la democracia interna del partido y negar la nueva realidad social en la que el bipartidismo es tan solo historia representan un grave error. Es imprescindible, por tanto, vislumbrar el papel que la militancia debe desarrollar en el siglo XXI y aceptar la realidad tal cual es, lo que implica asumir que la izquierda se muestra fragmentada y que de los posibles acuerdos postelectorales dependen los futuros gobiernos progresistas.

Es obvio que la urgencia social de los desempleados y de los asalariados que no les alcanza para llegar a final de mes no puede entenderse con la estupidez de los cerebros enfebrecidos por el dinero. Las grandes fortunas, como dice el Papa Francisco, parecen haber olvidado que el sudario no tiene bolsillos y que nunca se ha visto un camión de mudanzas en un cortejo fúnebre. Diógenes, el menos propietario de los mendigos, tras ser recibido en una lujosa mansión por un hombre muy rico, le reprobó su riqueza, escupiéndole a la cara. Supongo que fue un acto límite de sinceridad y lucidez, del que se deduce que solo hay dos proyectos bien diferenciados en el socialismo: el que se muestra enemigo de la evidencia y se aferra a los intereses creados para protegerse contra las irrespirables certezas. O el que asume el rostro feroz de la realidad social con objeto de cambiarlo. Esta segunda opción, la de Pedro Sánchez, es la que, sin duda, encara con más posibilidades el futuro. Slavoj Zizek señala que carecer de un relato político y económico propio, sustentado y coherente con los principios y valores del socialismo, puede ser ruinoso para la izquierda. Y sustituirlo por un recetario pragmático en el que la política queda disociada de la economía es un grave error. O sea, una política social cortoplacista combinada con una economía neoliberal es la que está arrastrando a la socialdemocracia a su progresivo declive. En fin, la utopía debe volver a ser esa guía probablemente inalcanzable, pero que nos hace avanzar hacia una sociedad más libre, más democrática y más justa. Y conviene recordar que: “Al bien hacer jamás le falta premio”, como aseguró Cervantes en su obra El rufián dichoso. El autor es presidente del PSN-PSOE