si para la forofada del baloncesto Michael Jordan es Dios, Kobe Bryant era su profeta. Dos físicos superlativos provistos de un feroz gen competitivo y mejorados hasta la excelencia con sesiones interminables para afinar el lanzamiento de larga distancia. Además de la capacidad de ganar campeonatos con la ayuda justa, la leyenda de los Lakers también compartía con Jordan el carisma y la corrección pública imprescindibles para hacerse de oro como referente publicitario, hasta facturar más a las marcas que a las franquicias de la NBA. Es decir, Kobe encarnó fielmente el prototipo de icono planetario de éxito, un ser todopoderoso que sin embargo ha fallecido sin ninguna épica, como un cualquiera, con solo 41 años y además contemplando la segura muerte de una hija adolescente. Aparte de lo paradójico de que un fenómeno que volaba sobre la canasta fenezca en accidente aéreo, en esa levedad casual de todos nosotros radica el impacto mundial por el óbito de alguien concebido como un superhéroe en el imaginario colectivo. Una percepción pueril, pues la muerte no hace distingos y a todos nos aguarda a la vuelta de la esquina por mucho que la espantemos de la mente para no mirarla a los ojos. No cabe mayor certeza, aunque vivamos como inmortales y hasta creamos que algunos lo son. Kobe tampoco.