icen que es normal, en situaciones de confinamiento: uno acaba no haciendo nada. El día parece eterno pero se pasa en un suspiro. La semana parece haberse detenido en aquel sábado en que se decretó el estado de alerta, pero realmente los días pasan vertiginosos. Por supuesto, quienes podemos y debemos seguir trabajando tenemos las obligaciones, pero nos cuesta más que nunca, especialmente aquello que hacíamos sin darnos cuenta cuando era posible trabajar y vivir sin el coronavirus acechando, sin tener además esa responsabilidad histórica que, reconozcámoslo, nos pesa en las espaldas. Y en el corazón. Por eso aplaudimos también, porque necesitamos saber que hay gente que trabaja para que esto vaya cediendo, aunque conforme van pasando las semanas el mismo hecho de ese final sea como ese horizonte que veías de niño cuando caminabas. Siempre estaba más allá de lo alcanzable. Ahora no sabemos cómo será cuando lleguemos a tocarlo, de qué manera volveremos a cierta normalidad o qué nueva normalidad se tendrá que crear en el renacimiento del que hablaba hace dos lunes en esta columna.

Ahora me fijo en que la semana pasada hablé un poco de esto, recorriendo ese glosario que se ha hecho cotidiano. Es que sufro de lo que comenté al principio, una especie de vagancia intelectual en la que cualquier tarea parece más complicada. Por supuesto, en estas semanas hemos ido adquiriendo nuevas capacidades, reencontrándonos en la pequeñas rutinas del domicilio, descubriendo desde las ventanas y terrazas ese paisaje cercano que antes obviábamos por esa misma razón de cercanía. Ahora, la pereza parece que quiere inmovilizarnos y es precisamente el momento de comenzar a prepararnos para la salida. Aunque sea dentro de mucho, que nos pille preparados, algo más fondones y melancólicos, pero seguros de que ha merecido la pena.