Las llamas se extendieron con tenebroso y oscuro humo por las vidrieras, que iban saltando en pedazos, allí desde el siglo XVI, mientras el órgano cantaba su última canción, la del estertor. Un asesinato cultural, uno más. Los ciudadanos miraban asombrados lo que parecía otra Notre-Dame de París, elevando su grito de oraciones góticas a los cielos, destruyendo tesoros, no solo de los habitantes de Nantes, donde un infierno nuevo nacía en otro templo, destruyendo lo sagrado, sino de toda Francia y del mundo entero.

El incendio ha sido provocado y no son pocas las iglesias que los sufrieron, intencionados, en los últimos años en el país galo. Ahora sucede, cuando creíamos lejos la quema de iglesias, la misma que despojó de fabulosas maravillas España en la incivil y última guerra, pero también en varias revoluciones y no solo en estas tierras sino a lo largo y ancho de Europa. Ideologías perversas, inyectadas de odio, destruían símbolos y arte, maravillas que durante siglos habían sobrevivido no solo para rezar sino también para llenarnos de maravilla a creyentes y escépticos. El clamor se diría unánime en Francia contra quienes cometieron este crimen contra la cristiana religión y contra las artes, que a todos se dan. También resultaría terrible ver la maravillosa la Mezquita Azul de Istambul destruida o los templos hindús o la Sinagoga del Tránsito toledana.

A veces, los atentados son perpetrados por fanáticos musulmanes; otras, por sectarios infernales, ateos viscerales y gamberros. De momento ha sucedido en Francia, pero qué pasaría si lo mismo sucediese en las catedrales de Toledo, Santiago de Compostela, Burgos, Ávila... Ya se abren en verano nuestras iglesias pero con vigilantes porque ladrones y bárbaros no respetan lo sagrado y los grandes templos han necesitado de vigilantes en los últimos años. ¡Qué tiempos aquellos que mi juventud viviera, libres, abiertos, sin miedo! Las iglesias y catedrales estaban siempre abiertas, aunque vacías quedaran de gentes a ciertas horas, para una visita del devoto al sagrario, a honrar al Crucificado, o para meditar a la sombra de sus figuras fascinantes, para reposar, para reencontrar la paz... Y no era necesario pagar entrada en ningún lugar sacro, pues habría sido considerado simonía, gran escándalo, como yo lo considero todavía hoy.

Nuestra juventud ha ido creciendo degradándose en valores espirituales y no es extraño que les falte el sentido de la vida, que no llega solo por los placeres; tampoco se consigue solo con luchas entre minucias sociales, sino que requiere horizontes más amplios. Todos acabaremos en brazos de la muerte y saber nuestra finitud puede conllevar plantearse nuestra infinitud y mirar más allá del momento, más allá de lo que veo, para ordenar una vida plena. El arte religioso ha invitado a España a millones de visitantes, admirándose de tanto esplendor en manos de todos.