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Enmascarados

os mil colores con los que pintamos nuestros antifaces dice mucho de la permanencia del ritual en esta época de enmascaramiento obligado. En este sentido, se da una nueva inversión cuando el signo de la excepcionalidad en que se erige el uso de la máscara pasa a ser, revisitando la paradoja, el de la cotidianidad. El enmascaramiento nos iguala en la condición de potenciales sujetos del riesgo pandémico desde la anonimia estéticamente personalizada. Desde la necesidad de su profiláctico uso en tiempo de carencia hemos pasado a la oferta mercantilizada, equiparando la denominada nueva normalidad a una situación lo más parecida a la precedente con ánimo de tranquilizar los efectos del discurso apocalíptico sobre el fin de una era que, por mucho que queramos resistirnos, ya es real.

Costará, sin duda, el ir haciéndonos a la idea, pues la máscara, tal como recuerda Patocka a través del pensamiento de Durkheim, forma parte de la manifestación y puesta en escena orgiástica, dispuesta a dejarnos arrastrar "por una especie de poder externo que le hace pensar y actuar de modo distinto que en tiempo normal", y, consecuentemente, dándonos a experimentar la sensación, por un lapso de tiempo, de estar abocados a un alejamiento de nuestro propio yo. Su obligado uso deviene, por tanto, en la toma de conciencia sobre la doble realidad que nos constituye tradicionalmente como entes profanos y sagrados, sujetos que basan la vida tanto en lo subjetivo como en lo objetivo aspirando a un modo de conciliación. Y si en las sociedades tradicionales era la divinidad quien, intermediada por la clase sacerdotal, dictaba las normas del comportamiento, desde el surgimiento luciferino del imperio de la razón esta función se encuentra por delegación en todo aquello constituido a modo del Estado.

Ahora bien, Patocka habrá de matizar: "La religión no es lo sagrado, no procede directamente de la experiencia de las orgías y ceremonias sagradas. Surge allí donde se sobrepasa expresamente lo sagrado en tanto que daimonia. Las experiencias de lo sagrado se convierten en experiencias religiosas desde el momento en que se hace un intento de integrar la responsabilidad y lo sagrado o de sujetar lo sagrado a reglas procedentes de la esfera de la responsabilidad". (Recordaremos, no obstante, cómo la daimonia está compuesta tanto por espíritus benefactores y maléficos, de lo bueno como de lo malo). El discurso político obra también con la misma o parecida metodología, y por ello últimamente no oímos otra cosa que esa apelación a la condición responsable del enmascarado en que se nos ha convertido, eso sí, en beneficio propio y de la comunidad.

En democracia, no obstante, lo sagrado es ese concepto tan lábilmente susceptible de profanación como es el de libertad. Si la cara viene a ser el espejo del alma, este obligado enmascaramiento bien pudiera manifestar la zona oculta de nuestra personalidad en una sociedad donde cada vez más cuenta el control del individuo mediante su telemática identificación facial.

El autor es escritor