altarse la cola es una actitud típicamente española. Reprobable, pero tolerable. Pero el abuso de poder que supone que los políticos utilicen su privilegiado puesto para vacunarse contra la covid no sólo es política y éticamente reprochable sino que debería acarrear consecuencias penales o administrativas más drásticas de las que actualmente conlleva su fechoría. No es cuestión de dimitir, verbo que incluso se niegan a conjugar en primera persona varios de los altos cargos implicados, es que su actitud prepotente e insolidaria les debería inhabilitar a perpetuidad para cualquier cargo público. El manido latiguillo de los que llegan a la política para servir y no para servirse salta cada vez más a menudo por los aires en cargos de responsabilidad por las prebendas que conllevan. Pero esta actitud cobra genera especial condena en situaciones de crisis extrema como la actual con los cupos de vacuna ajustados y sin llegar con celeridad a los grupos de mayor riesgo, el objetivo inicial de la vacunación, ya que la inmunidad de grupo tardará en llegar. "Sobraban unas cuantas vacunas y las iban a tirar..." , "Yo no quería pero me obligaron los asesores..." o "Preferí vacunarme a coger una baja médica..." son las peregrinas excusas de los casos hasta ahora conocidos, más de un centenar de todo el arco parlamentario pero únicamente la punta del iceberg. Estos casos de personas con importantes responsabilidades públicas que -muchas veces sin el más mínimo remordimiento- sucumben al instinto de supervivencia y aplican la ley de la selva no de del más fuerte, sino del que más poder tiene, deben promover reformas legales para castigar con dureza y ejemplaridad a quienes la practican sin recato. Para dignificar la ética y la honradez de quienes cumplen con sus responsabilidades, que afortunadamente son mayoría. Porque cuando empezamos a vislumbrar la luz al final del túnel de la pandemia -al menos médicamente, porque social y económicamente las secuelas van a ser profundas y persistentes- estos comportamientos de sálvese el que pueda y tonto el último convierte a sus pícaros autores en delincuentes y erosiona la confianza en las personas e instituciones que deben liderar con pulso firme esta larga marcha hacia la normalidad.

La prepotencia e insolidariadad de quienes, aprovechando su poder, se vacunan sin que les toque debería inhabilitarles a perpetuidad para cualquier cargo