a una mujer llamada Mónica García, que dobla jornada desde hace seis años como anestesista en el Hospital 12 de Octubre y como parlamentaria en la Asamblea de Madrid, y le suelta a Pablo Iglesias, quien horas antes había hecho un triple salto mortal para caer de pie en la Comunidad de Madrid, lo siguiente: "Las mujeres estamos cansadas de hacer el trabajo sucio para que en los momentos históricos nos pidan que nos apartemos". Iglesias había pedido a Más Madrid ir juntos en el mismo Seat Panda para sacar a Ayuso de la cloaca madrileña. Pero obtuvo esa respuesta feminista. Luego, Mónica apretó más el gatillo: "Las mujeres hemos demostrado con creces que sabemos frenar a la ultraderecha sin que nadie nos tutele". Poca gente entendió esto como un fogonazo feminista. Más bien como un desaire personal después de la irreconciliable separación política y personal con Errejón o como un nuevo naufragio de la izquierda abonada a la desunión y la melancolía. Sin embargo, lo que Mónica quiso decir con ese no es que los feminismos se han excluido de las luchas, que las reivindicaciones de las mujeres siempre se han dejado para otro momento, que esas luchas han ido por detrás de los objetivos de la revolución, la democracia, de los intereses de clase o del asalto a los cielos. Que primero es la gente frente a la casta, o la unidad para conquistar la Moncloa o para sacar a Ayuso de la ciudad-Estado. Y después si eso ya veremos. Así que Mónica ha dicho que no es no. Porque siempre, desde la modernidad política, se las ha utilizado -a ellas- en las trincheras y luchas revolucionarias como mano de obra barata para después desplazarlas de la cuenta de resultados de la historia.

Sarah Ahmed, escritora feminista dice: "Las feministas somos aguafiestas porque desarmamos y desactivamos esa exigencia que invisibiliza nuestras incomodidades". Pues eso.