na semana después del triunfo de Ayuso en Madrid me sigue resultando extraño. Ni la gestión de la pandemia ni la corrupción que persigue en los tribunales al PP han formado parte de esa campaña electoral. Los juicios por la caja B del PP y el caso Kitchen de espionaje político ilegal, en plena efervescencia judicial, han estado presentes siquiera en segundo plano. Tampoco la dramática gestión del coronavirus que costó la vida a miles de ancianas y ancianos. Todo ha sido grandilocuentemente friki. Muchas veces de un absurdo entre sonrojante y ridículo. Pero muy eficaz para Ayuso. Tampoco el paro en un Estado inmerso en una profunda crisis de credibilidad política y corrupción institucional -de la que Madrid es precisamente punta de lanza tras casi 30 años de gobiernos del PP- y con importantes retos de convivencia plurinacional pendientes. Al contrario, la fórmula política ha sido más centralismo castizo. Si no quieres taza, taza y media. De nada de ello se ha hablado. Ni de los años sucesivos de crisis económica, recortes sociales y laborales, devaluación de las prestaciones sociales, estafa bancaria gigantesca y minorización de los derechos civiles y políticos democráticos protagonizados por el PP. No se trata sólo de que la memoria colectiva sea frágil. Tampoco de que tienda a ser olvidadiza cuando de hechos negativos se trata. Ocurre también que hay asuntos en los que el volumen de información exige una constante búsqueda de nuevos espacios de almacenamiento de los recuerdos en el disco duro de nuestra memoria y ello exige el arrinconamiento de otros. Son casi recuerdos perdidos los escándalos de sobornos, estafas, cohechos, financiación ilegal, adjudicaciones apañadas, cobros en negro, fraude fiscal, blanqueo de dinero, recalificaciones ilegales, hundimiento de las cajas de ahorro, cloacas policiales, etcétera. Quizá porque ya son demasiados. Y Ayuso lo ha sabido ver y explotar. Lo contrario a los candidatos de las fuerzas progresistas y de izquierdas y sus aparatos políticos, que no se han enterado en ningún momento de qué estaba ocurriendo en ese proceso electoral. No me gustan los discursos excluyentes, ya sea por razones de raza, sexo, cualificación profesional, clase social, nacionalidad o edad. Y menos aún quienes los practican políticamente. Esos personajes que buscan señalar y estigmatizar a los otros, a los que no piensan y actúan como esos pregoneros de la demagogia dicen que hay que pensar, actuar y votar. Personajes engreídos que se alimentan a sí mismos como poseedores únicos de un compendio de verdades absolutas que sitúan al resto, a quienes no las comparten, en el mal absoluto. Pero eso es lo que ha triunfado bajo la imagen y el discurso errático de Ayuso y la complicidad entregada de una prensa mayoritariamente manipuladora. No cuestiono la libre voluntad democrática expresada por los madrileños en las urnas. Me desanima en todo caso el escenario de falta de competencia política e intoxicación mediática que ha propiciado todo ello. Nos acostumbran a su propia normalidad democráticamente anormal con cualquier zanahoria, ya sea la cerveza, la demagogia fiscal o una estrambótica idea de la libertad. Todo emana insolidaridad y desprecio por el bien común. Pero el resultado electoral democrático es contundente. Despreciarlo sería otra torpeza.