a medalla más importante de estos juegos hasta la fecha no es de oro, plata, ni bronce, por mucho valor que tengan para los y las deportistas todas las conseguidas; la más valiosa es una medalla hecha de vida y esfuerzo, de horas de éxito y fracaso, del vértigo de pasar de sentir que lo tienes todo al alcance de tu mano a pensar que no puedes lograrlo. Una medalla que reconoce la capacidad de saber en qué momento de la vida parar para no romperte y que viene a reconocer la fragilidad de los más grandes, la otra cara del éxito de los deportistas. Esa es la medalla que Simone Biles se lleva de Tokio, aparte del bronce que se colgó tras su única intervención en una final. El mayor éxito no lo ha tenido como gimnasta sino como persona, al demostrar que lo que ella es vale más que lo que consigue y por romper el tabú de la salud mental y contribuir a que hablemos con más normalidad de estos problemas y la importancia de atenderlos a tiempo con los recursos necesarios. Ella ha mostrado la fragilidad de las personas cuando sienten el peso del mundo sobre sus hombros. Esos instantes de presión en los que crees que no puedes avanzar sin romperte. En el caso del deporte tiene su máxima expresión en las finales y en las competiciones de alto nivel, allí donde la soledad del ganador es tan evidente que la sonrisa del podio no puede ocultar la otra cara, lo mucho que dejan por el camino. Pero en la vida hay miles de momentos en los que es fácil sentirte en esa cuerda floja, con una presión extrema que te paraliza. Y es entonces cuando hacen falta todas las herramientas emocionales y todo el apoyo sanitario para lograr parar sin romperte y poder retomar la marcha de la vida. Como Simone Biles en Tokio, toda una lección.