e los récords deportivos de Tokio pasamos al récord diario del precio de la luz. La subida es incesante y diaria. El lunes se alcanzó un nuevo máximo histórico, ayer martes otro y hoy uno más. Y la juerga esta parece que va para largo. Los expertos auguran que está escalada -por llamarla de una forma suave-, se prolongará al menos hasta la próxima primavera. Pero el descojono real es comprobar cada día como se descojonan de los ciudadanos como consumidores sin que nadie haga nada y no pase nada. El origen de este desastre es viejo. Un proceso diseñado para instalar un oligopolio en el que tres grandes empresas energéticas controlan el 80% de la producción en el Estado y desde esa posición de privilegio y poder absoluto hacen y deshacen a sus anchas. Es más grave de los que parece. La luz no solo es una cuestión de lavadoras, lavavajillas o frigoríficos. Que también lo es para muchos hogares. Es un bien básico para garantizar una calidad mínima de bienestar que implica también el uso de aparatos médicos para quien necesita asistencia en el domicilio, afecta a la producción industrial y empresarial en todos los sectores, al mercado laboral y ahora también a las capacidades de teletrabajo o a la despoblación de espacio rural. Son solo unos ejemplos. Hay otros muchos del valor de lo que debiera ser garantizado como un bien público. Se privatizó la electricidad como servicio público y se convirtió en un negocio sin control alguno del Estado y eso ha derivado en este modelo desregulado en el que el máximo beneficio de las empresas y de unos directivos compensados sin límite con unos bonus millonarios con cada desaliño que organizan a costa del bolsillo de los ciudadanos son su base. El Gobierno no acaba de acertar en su intento de poner freno a esta avaricia descontrolada y se limita a decir que el problema es complejo y que forma parte de su agenda. Es insuficiente e inadmisible. Urge una intervención del Estado en el mercado eléctrico, la recuperación de una empresa pública que garantice la prestación energética básica y un control real y efectivo sobre el juego de precios que se trae el oligopolio energético por encima incluso de las reglas del propio sistema de mercado. En realidad, es una estafa-robo a los consumidores con el amparo legal de una normativa diseñada ad hoc para favorecer los intereses económicos de esas empresas que ganan cada año miles de millones de euros más que el anterior y repletas de viejos jarrones chinos de la política española en sus consejos de administración. Si hubiera un Tribunal Constitucional democrático, garantista e imparcial, ya hubiera intervenido poniendo freno a este desmadre, pero eso mucho pedir hoy tal y como están las altas instancias de la judicatura española. Parece que prefieren invitar a los ciudadanos a la resignación. De hecho, las calles de las ciudades del Estado no están llenas de personas protestando por una situación irreal y, una vez más, excepcional en la Europa de las democracias avanzadas. Quizá prefieren una sociedad resignada a una comunidad que ejerza su derecho democrático a la protesta.