e senté en un banco de la Plaza del Castillo. Alguien había hecho en él una pintada: "Toda la inmortalidad que puedes desear está presente, aquí y ahora". Lo leí sorprendido. Porque últimamente aquella ciudad vivía para quitarse de encima la depresión colectiva. Era casi el mediodía y una luz plateada abrasaba aquel asfalto bajo el cual yacía secuestrada la historia de la ciudad. Me senté sobre la pintada que ocupaba todo el banco. Elegí sentarme entre las palabras "inmortalidad" y "aquí". Lo hice guiado por cierta superstición, como deseando que el futuro me enviase señales. Llevaba un minuto sentado cuando un hombre de unos ochenta años se puso a mi lado sin decir nada. Noté que temblaba leve y constantemente. Tenía la enfermedad del Parkinson. Intentaba sacar unas pastillas de una caja de medicinas que guardaba en su bolsillo. Pero no podía. Entonces se volvió hacia mí y me miró con un estremecimiento de desamparo. Me dijo que vivía solo. Y que en su casa ya no se abría ninguna puerta salvo la del recuerdo. Sus palabras fluían como una flota de galeras a punto de entrar en batalla. Al oír aquello un espasmo me recorrió el cuerpo; como cuando tienes frío una noche de verano. Yo acababa de leer un librito titulado La sociedad paliativa, de Byung-Chul Han, quien dice que vivimos en una sociedad de la positividad que trata de librarse de toda forma de negatividad. Y que el dolor es la negatividad por excelencia. Como si el anciano me leyera el pensamiento dijo: "sobrevivo medicalizado, en permanente estado de guerra, y cuanto más reducimos la vida a la supervivencia, más miedo tenemos a morir". Me extrañó esa clarividencia casi mística.

Aquella pandemia había vuelto a hacer visible la muerte. Y la necesidad de sobrevivir a cualquier precio. El anciano se levantó del banco. Entonces comprobé que la pintada había desaparecido.