ace unos días leímos la noticia de que el escritor Mario Vargas Llosa había participado en la convención nacional del Partido Popular celebrada en Valencia. La crónica venía ilustrada con una fotografía donde se le veía sonriendo en la tribuna de oradores junto a Pablo Casado y Juanma Moreno, entre otros. En las declaraciones que hizo con motivo del acto, el señor Vargas Llosa dijo que "votaría a los populares en las próximas elecciones".

No es la primera vez que el autor hispano-peruano interviene en un encuentro político. Lo ha ido haciendo a lo largo de los últimos treinta años, incluso antes de presentarse como candidato a los comicios peruanos de 1990. No sólo le interesa la política, sino que muchas de sus novelas giran alrededor de asuntos y acontecimientos relacionados con ella. La trama de sus obras de ficción tiene a menudo que ver con el poder político, con las modalidades, formas, excesos y abusos de ese poder. Intenta ahondar en la personalidad de los dictadores, describir la idiosincrasia de su régimen así como mostrar las consecuencias sociales a las que lleva la dirección despótica de cualquier Estado.

Todo eso ya lo sabíamos y, sin embargo, la imagen no deja de resultar decepcionante. Es triste ver a un Premio Nobel de Literatura mezclándose con la clase política, del signo que sea. Es lamentable que quien ha llegado a la cima del reconocimiento literario se rodee de ineptos y corruptos, pierda el tiempo entre tanto personaje mediocre. Es difícil de entender que alguien con su experiencia se deje manipular por un conjunto de fantoches. Es una lástima que se deje arrastrar a ese terreno cenagoso y traicionero donde chapotean los políticos, en lugar de ser él quien, valiéndose de su bagaje y de su prestigio, los implique en el universo de la cultura y del arte de manera que éste pueda beneficiarse de su gestión.

Sí, son oportunidades perdidas. Cada vez que el escritor Vargas Llosa acepta la invitación a participar en un congreso o en una convención, en un mitin o en un debate político, cada vez que se deja seducir por ese mundillo, está malgastando una ocasión. Está desperdiciando la oportunidad de poner las cosas en su sitio. De establecer una jerarquía de valores. De representar con dignidad a sus colegas de profesión. Está traicionándonos a todos los que, por entregarnos a ella en cuerpo y alma, sabemos que la literatura está por encima de ese lodazal y que, por tanto, debe apartarse de él.

Ah, porque además el tiempo de un hombre es limitado. Y todas las horas que un autor de ochenta y cinco años dedica a eventos vacíos y superficiales como la convención de un partido político se las está robando a la literatura. No sólo a la tarea de escribir, sino a esas labores paralelas igual de esenciales y provechosas para ciudadanos de cualquier edad que consisten en fomentar la lectura y la escritura, el amor por el arte y la cultura. Y es que sólo alguien en la posición de Vargas Llosa puede influir en los gobernantes, en los gestores de cualquier administración, con el fin de conseguir inversiones, ayudas, apoyos institucionales y financieros para ámbitos tan necesitados de ello. Y el espacio donde debería hacerlo, el foro donde todo eso cobra sentido es el de los entes y organismos educativos y culturales, son los colegios, institutos, universidades, bibliotecas y salas de conferencias. Ése es el terreno natural de un escritor, de un promotor de la literatura, de alguien dispuesto a corresponder por haber recibido tanto de ella.

Claro que quizá la causa tenga que ver con eso. Puede que su insistencia en estar fuera de lugar se deba a cierto agotamiento en materia creativa. Mientras autores como J.M. Coetzee, Svetlana Alexiévich o Gao Xingjian, premiados también con el Nobel, continúan su obra explorando nuevos territorios estéticos, indagando en nuevas formas de expresión, arriesgando con ánimo de renovarse, Vargas Llosa repite en cada novela el esquema que ya conoce, vuelve a emplear esas técnicas narrativas que aprendió a dominar hace muchos años y que ya no esconden ningún secreto para él. Lejos de reinventarse como muchos de sus colegas, insiste en ofrecer una y otra vez el mismo tipo de ficción.

Sí, hay algo caduco, algo periclitado en él. Pude observarlo hace un tiempo en una charla sobre los populismos que se celebró en Pamplona. Entonces apareció ante el público acompañado por Cayetana Álvarez de Toledo y el periodista Carlos Herrera. Al margen del tema de fondo, las intervenciones de los tres invitados fueron un canto a los valores del pasado, un llanto nostálgico que trataba de reivindicar un mundo anterior a respetos, sensibilidades y cortesías que hoy son incuestionables para nosotros. Lo más revelador de aquella tarde, la imagen que refleja lo que hubo, fue ver a Vargas Llosa hundido en un sillón de orejas mientras Herrera escenificaba pases taurinos sobre las tablas.

En esa gran novela que es Conversación en La Catedral, hay un pasaje que se ha hecho célebre, que conocen incluso quienes no han leído el libro. En él, Santiago Zavala, su protagonista, se plantea una cuestión que funciona como Leitmotiv a lo largo de la historia: ¿En qué momento se jodió el Perú, Zavalita?

Parafraseando ese fragmento, hoy, más de cincuenta años después, quizá el propio Vargas Llosa debería preguntarse a sí mismo: ¿Cuándo dejó de interesarte la literatura, Zavalita?

El autor es escritor

Es lamentable que quien ha llegado a la cima del reconocimiento literario se rodee de ineptos y corruptos, pierda el tiempo entre tanto personaje mediocre

Vargas Llosa repite en cada novela el esquema que ya conoce, emplea esas técnicas narrativas que aprendió a dominar hace años y que ya no esconden ningún secreto para él

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