"Me llaman la mal querida,

mujer que llegó del campo,

la que guarda bajo el vientre

la semilla de la vida"

anta Natalia Lafourcade en la radio de un lunes por la mañana, a 4 días del 15 de octubre, Día Internacional de las Mujeres Rurales, y no puedo evitar pensar en mi abuela.

Probablemente a estas horas ya haya tostado dos rebanadas de pan untadas de tocino en las que son las primeras lumbres del otoño. Ya habrá peinado su cabello gris hacia atrás, vestido sus prendas negras y atado un pañuelo al cuello. En breve saldrá a pasear por la cañada, estrenará el sol del día y saludará a sus vecinas más madrugadoras con el bastón.

"La mujer rural desempeña un papel central en el uso y el cuidado de los recursos de las tierras, patrimonio y costumbres". Dicen los artículos que rodean estas fechas.

Me vuelve a venir mi abuela a la cabeza, la insistencia que ha tenido para que los nueve nietos desperdigados en diferentes provincias aprendiéramos las canciones populares del pueblo, conociéramos las viejas historias de nuestras raíces, las palabras antiguas del dialecto de la zona, los refranes y juegos que perpetúan las realidades del pasado de donde venimos. A veces, incluso, abusando en insistencia reconocería hace unos años, pero necesariamente insistente matizaría hoy, al escuchar a mis primos y hermana hablar del pueblo con orgullo, admiración y sentimiento de pertenencia.

"Me da la sensación que en un mundo cada vez más globalizado la gente está empezando otra vez a buscar sus raíces, a buscar su esencia", leí hace dos días en una nota prepandémica del móvil que quise recoger viendo el documental de Folk! Una mirada a la música tradicional. Un documental que se cruzaría en mi cabeza más de una vez este año y medio, y que recorre en el tiempo el papel de la música de raíz y su poder para arraigar sentimientos e identidades hacia un territorio.

Después de la siesta de sobremesa, se juntan todas las vecinas en los bancos de la plaza. Las llamamos la moncloa, porque lo que se cuece ahí son las verdaderas labores administrativas y gubernamentales del pueblo. Son amigas de toda la vida, se han visto crecer una a otra, han compartido las preocupaciones y celebraciones más íntimas. Son más allá de amigas, compañeras de vida y familia.

Hoy la gran parte de la moncloa viste de negro. La mayoría están viudas. A veces miran al hueco en el banco y recuerdan a la última compañera que las dejó. Son mujeres fuertes, que vivieron guerra y crecieron en una posguerra de mucho miedo y poco pan. Mujeres que trabajaron por y para cuidados de familias numerosas, hogares, tierras, campos y ganado, sin conocer lo que era un domingo de descanso. Pero les habían contado que eso era de paletos, y sudaron mares para sacar a sus hijos de ahí. Si supieran que sus nietos no conocemos apenas cómo coger la azada... Esto sí que es de paletos, abuela.

A veces me pregunto si llegaré a estar tan bien rodeada a su edad, si mis vecinas y amigas me tocarán la puerta para saludar y ver que estoy bien, para regalarme una lechuga, un puñado de cerezas o una bolsada de tomates, y si tendré la misma cabezonería para obligarles a que se lleven un tupper de filetes adobados de vuelta.

Hace tres meses leía a María Sánchez, escritora, veterinaria y, sin pretenderlo, maestra, arrepentirse del tardío despertar de su curiosidad en entender su pasado a través de las mujeres de su familia. De preguntarse quiénes eran las mujeres que la miraban enmarcadas desde las paredes de la casa de su pueblo. De esa búsqueda parte Tierra de Mujeres, una obra que da voz a las maestras que la antepasaron, y de la que más de un titular de los próximos días debería beber inspiración para dar nombre a artículos fríos que hablarán de porcentajes y datos que opacarán realidades de muchas mujeres rurales.

La Convención de las Naciones Unidas refleja claramente la importancia de las mujeres como agentes estratégicos de cambio. Y es que no nos ha tocado otra que llevar la resiliencia en nuestro ADN, porque los contextos desfavorables han sido nuestro tablón de juego en la historia.

Si bien es cierto que los pueblos necesitan de nuevas generaciones capaces de situar perspectivas, intereses y voces del futuro, que ayuden a dar vida a nuevas ruralidades que ejerzan de polo tractor hacia nuevos enfoques vitales, y situar nuevos relatos rurales y referentes; impera en especial despertar el interés de las mujeres para quedarse, para volver, para venir. Y para ello, es importante hacer de lo rural un lugar de oportunidades reales, atractivas, sostenibles, escalables y replicables, capaces de entender nuestras diversas inquietudes, que nos encargaremos de multiplicar, porque aprendimos de nuestras abuelas a sacar un banquete de cuatro patatas y poco más, y porque somos conscientes de que los espacios que ocupamos han sido conquistados por compañeras, y que nos queda mucho aún por conquistar. Y por eso remamos viento en popa a toda vela para exprimir de nuestras posiciones nuevas oportunidades para futuras camaradas, pero necesitamos oportunidades reales de las que partir, hortalizas de calidad y de temporada para un gazpacho michelín.

Ojalá algún día yo también pueda ocupar uno de esos bancos de la plaza a la sombra, tener mi puesto en la moncloa y recordar, junto a las vecinas, las historias que vivimos en lo que llamarán cuentos del pasado, mientras vigilamos cómo pasean por el pueblo la juventud que ocupará esos bancos, las nuevas generaciones que sucederán ese pueblo, y las nuevas identidades que adoptarán las jóvenes rurales de las que se recopilarán datos y porcentajes para ilustrados artículos de futuros 15 de octubres.