Lloraba la linda niña de oscuros rizos, mientras caían como diamantes sus lágrimas de miedo por las mejillas morenas. No entendía lo que sucedía, pero en su familia la tensión era inmensa y gritaban y sufrían y su madre lagrimeaba como ella. Afuera, grupos de jóvenes feroces gritaban consignas en la lengua hispánica que ella en el colegio aprendía. En casa, el miedo, la irritación y cierto odio se destilaban en árabe. La brutalidad de unos, los hechos conocidos de otros bárbaros salpicaban a quienes también llevaban una vida normal, correcta, de pacíficos trabajadores, cuidando de sus hijos, con la esperanza puesta en “nuestra” tierra prometida que ahora parecía derretida por el fuego de la ira.

La paliza propiciada al parecer por unos desalmados marroquíes provocó la primera gran revuelta xenófoba en nuestras tierras y, por desgracia, todo apunta a que habrá más, basta ver qué mal se organiza la inmigración, indiscriminada, cayendo sobre las zonas más depauperadas. Quien esto escribe, como nuestros políticos, buena parte de los intelectuales orgánicos y personajes de la cultura, vive en lugares magníficos y sin problemas con quienes vienen con otra forma de concebir la vida o elaborar las relaciones y comidas, con olores distintos, sonidos que impiden dormir la siesta o la noche por ajena fiesta, diferentes vestimentas, carnicerías halal y otros idiomas.

En Cataluña, pretendiendo consolidar el catalán frente al español, en vez de propiciar la inmigración hispana que practica la odiada la lengua de Cervantes, se propició la arábiga. En Murcia y otras campiñas inmigración masiva llegó a cubrir los puestos de trabajo no ocupados por españoles, pagados escasamente.

Cuando muchos de otro país y forma de vida llenan una zona, “los de siempre” se pueden sentir invadidos. La xenofobia aumenta en las zonas más pobres y en los antiguos barrios obreros, estos son quienes abandonaron hoces y martillos para votar ahora por la extrema derecha. Si los extranjeros son ricos, no suele haber problemas, como en Marbella con jeques, Mallorca con alemanes, Levante con ingleses, pues todos se benefician de las migajas que caen de sus mesas; si son pobres y la educación es muy diferente, los conflictos emergen.

Por un lado, contemplamos el horror sufrido por quienes vinieron a trabajar en paz y son amenazados por extremistas españoles que les aborrecen simplemente por ser magrebíes. Por otra parte, asistimos al grave error de un “buenismo” que puede ser malísimo cuando no se atiende a las justas demandas de los antiguos habitantes en un entorno donde la delincuencia crece y esta está propiciada por extranjeros. Los extremos se estimulan mutuamente y todos lo sufren, como se ve entre judíos y palestinos. La guerra no es la solución, sino una buena administración de la inmigración, selección de quienes llegan y una equidad en quienes estaban y quienes llegan.

El autor es catedrático de Estética y Teoría de las Artes