os grandes partidos andan muy preocupados por la irrupción electoral de la España vaciada. La suma de terueles, zamoras, riojas y sorias les complica la aritmética, les atraganta el augurio, vamos, que la revuelta de hormigas empieza a cabrear al elefante. La intelectualidad jacobina ya no juzga el fenómeno con la simpatía paternalista de antaño, cuando todo urbanita había comido migas y tenía un abuelo en Ávila. Una marcha periférica en la capital se aplaudía entonces como la fiesta de la trashumancia, con sus quejas como cencerros y lemas como balidos. No veían pancartas, veían cachirulos.

El paisano hartísimo alzaba su megáfono en el kilómetro cero y se le miraba como al buen salvaje de capea y casino, una suerte de pionero terminal. Avanzada la tarde, los autobuses regresaban a sus esquinas del mapa con las alforjas ilusionadas, y el centralismo los despedía como si fueran meras cosechadoras de cariño. Cualquier palmadita servía más que preguntarse si no llevaban, amén de una agonía bucólica, algo de razón.

Ahora mola menos. El folclore sumiso despierta y molesta. Así que la reivindicación comarcal se pinta como chantaje de terratenientes, carlistones y pitufos de taifas. Todos los paletos, fuera de Madrid. Y, más allá de la retórica despectiva, se pide un cambio en la ley que recorte la presencia de tanto botijo en el Congreso. Y es que resulta muy tierno que Teruel exista, pero vaya faena que existan los turolenses. Concejos y merindades, cendeas y pedanías, se valoran solo en su mutismo estético: el calendario de la caja de ahorros. Al aldeano y al gorrión, con pólvora y perdigón.