n un cuento buenísimo de Pedro Ugarte, este describe la zona oscura del deporte escolar. Ya no sé si todo lo narra él o añado cosecha mía, pero en esas pocas páginas recrea con acierto la dictadura de los fines de semana: los madrugones cuando la calle es niebla, las curvas bostezantes hasta lejanas aldeas, los turnos familiares, casi castrenses, para llevar y traer a los chavales. Tampoco recuerdo si habla de la obligada convivencia entre los progenitores, sea en la grada o en el bar, mientras los pequeños meten goles o encestan. Lo leí encamado por el bicho, y se oía que saldríamos mejores. Hoy parece que ya salimos, pero no parece que mejores.

Bastantes grupos de guasap de esos padres devenidos taxistas y entrenadores se han chiringuitizado. Y han aumentado los subgrupos según las apetencias ideológicas y tácticas, de forma que uno pueda decir en privado a un cómplice lo malo que es el crío de Fernando y lo rácano que es el tal Fernando. De paso cae un chiste sobre el Coletas. Cada mañana abundan los cuarentones que insultan al árbitro, apenas un adolescente, y al preparador contrario, otro adolescente, e incluso al propio hijo, un renacuajo cuya hombría sin duda depende más de las patadas que de los aprobados. Ahora, sin mascarilla, a los botarates se les ve la bilis hecha vaho. Y los felipazos, aspersor de metralla.

No hemos salido mejores, ni del partido infantil ni de la prórroga madura. En el bus crece la gente que echa el asiento para atrás, en el barrio la que aparca en la plaza de minusválidos y en la casa la que consuela así al nene: ¿otro suspenso? ¡Ya le vale al profesor!