l otro día me enseñó uno de mis sobrinos un tatuaje que se había hecho. Es un tatuaje minúsculo, en el tobillo, que además es el nombre de su abuela en inglés: hope, esperanza. Su abuela era mi madre, así que aplaudo su tatuaje. Aunque no lo aplaudiese a mi sobrino le daría igual, porque es suyo y de un soplido me vuela, por muy pacífico que es. El caso es que luego al volver a casa me puse a pensar y creo que es el primer tatuaje de la familia desde 1627, año en el que seguro que algún antepasado corsario se habría tatuado algo en alguna taberna de Marsella o de Cagliari o a saber si no en Etxabakoiz, porque una parte de la familia es más de Pamplona que las fuentes verdes. Primer tatuaje. No creo que sea el último. Suyo igual sí, pero sus propios hermanos y incluso mi hijo a saber si empiezan y no paran, porque eso ves mucho: la peña se hace uno, luego le coge el gustillo y acaba convertido en una exposición itinerante. Me parece muy bien, ojo, que cada cual con su cuerpo haga lo que le dé la gana. Me da cosilla cuando se lo veo a chávales o chávalas muy jóvenes, que piensas que las mitades van a acabar intentando borrarse eso sí o sí, pero, oye, la vida es equivocarse y acertar, no tiene más. Lo que sí me fascina es lo macarras que son muchos de los tatuajes. Entendiendo como macarras esos de temática un poco heavy o dura, que la mitad del personal parece una portada de disco de los Judas Priest. Y cosas sangrientas y hachas y calaveras y sangre y rollos así. Es la hostia lo que ves de eso. Yo no creo que me tatúe nunca. Voy para los 50 y quizá ya se me haya pasado el arroz, aunque de vez en cuando pienso en tatuarme el ojo de Dylan. El ojo de Dylan es su logotipo. El ojo que todo lo ve. Un amigo lo tiene. Pero en su caso es justificado. Es un dylanita cum laude. Yo a su lado soy un mero aficionado. Si alguna vez me pongo algo será Prohibido fijar carteles.