unca sabremos las vidas que han salvado las mascarillas. Por ejemplo, las de cuántos de los que nos infectamos con el retardo suficiente como para tener las vacunas inoculadas y poder superar así el trance con un confinamiento mínimo y sin secuelas apreciables. Conviene recordarlo ahora que llevamos unas horas sin la exigencia de taparnos la boca en interiores, con las excepciones de los centros sanitarios y el transporte público, más aquellos espacios laborales con deficiente ventilación y apreturas entre los trabajadores. Cuando demasiada gente parece asociar el final de la obligación con haber superado la pandemia por la barra libre de mascarillas en la hostelería y en la confianza de que la ocupación hospitalaria por coronavirus ha menguado al 4%. Comprendiendo perfectamente la necesidad y hasta la urgencia de socializar al fin con unos tragos de por medio, lo prudente es seguir siéndolo incluso cuando ya no se registran todos los casos ni se aisla a los positivos con síntomas leves. Siquiera porque la mascarilla constituye el mejor escudo frente a los eventuales perjuicios persistentes, actualmente de la omicron silenciosa y de las variantes que nos sobrevengan en el futuro. Y no se trata de conducirse con miedo, sino de anteponer los espacios abiertos y de mantener una cierta distancia social en contextos de riesgo según la percepción subjetiva de cada cual. Porque la mascarilla no va a desaparecer de nuestro entorno más por un mero principio de precaución que por su condición de efectivo parapeto frente a los demás, en detrimento de la potencia comunicativa de un rostro al descubierto tan poderoso como el propio lenguaje verbal. De hecho, haremos bien en no descartar del todo la posibilidad de que las mascarillas retornen a todos los interiores de acuerdo a la monitorización de las autoridades sanitarias, también para en su caso generalizar la cuarta vacuna. Con la vuelta de la Semana Santa como banco de pruebas ante un verano que se presume sensacional en lo colectivo y sanador en lo individual. A la espera de que se cumplan tan altas expectativas, es momento asímismo de rememorar cómo la confección de mascarillas extrajo lo mejor de esta sociedad cuando los fallecimientos se contaban por decenas cada hora. En lo que podría denominarse un cooperativismo textil para tejer aquella solidaridad a flor de piel. Sin caretas.

Comprendiendo la necesidad de socializar al fin, lo prudente es seguir siéndolo, siquiera porque

la mascarilla constituye el mejor escudo frente al covid persistente