Habló el presidente Emmanuel Macron a los ministros franceses en una charla que tiene lugar cada año al inicio del curso, y les dijo que estamos ante “el final de la abundancia”, la “obviedad” y la “temeridad”. Casi en el mismo momento, Pedro Sánchez ofrecía a Colombia la sede de Madrid para las conversaciones de paz entre ese país y el grupo terrorista pro-cubano ELN, porque aquí somos así, dados a organizar eventos y creer que solucionamos todos los problemas propios y ajenos a base de demostrar nuestras habilidades como anfitriones. Poco más tarde, el Congreso de los Diputados convalidó el decreto de ahorro energético del que lo que más quiso resaltar el Gobierno fue la gratuidad de los abonos de trenes de cercanías y media distancia, uno de esos subsidios que parecen riego por aspersión, lanzados al aire sin que importe quién lo necesita y quién no. Lo de Macron contrasta con este devenir tan meridional que por aquí se estila, pero realmente tiene dos lecturas. Hay quien lo verá como un acto de sinceridad digno de ser agradecido, abandonar las cataplasmas y anticipar las consecuencias graves de una situación tan poliédrica que nunca antes se padeció. Sugiere además que hay un líder activo, dispuesto a echarse sobre los hombros, cueste lo que cueste, una crisis de tal naturaleza. Pero también ha surgido la interpretación contraria. Parte de la opinión pública ha vuelto la mirada hacia los gobernantes y les interroga sobre qué han hecho ellos para evitar que esa supuesta abundancia -que no pocos estratos sociales no han visto en su vida- se considere terminada. Lo de Francia, además, es muy paradigmático. Un país centralizado, donde las decisiones se trasladan de manera uniforme a todos sus rincones. Que tiene uno de los mayores niveles de presión fiscal de Europa y, aun así, computa un déficit público superior a su PIB. Con sectores productivos cuasi-nacionalizados o en los que el Estado mantiene una importante presencia accionarial, como la energía o las telecomunicaciones. Y con una habilidad secular para establecer regulaciones de lo cotidiano (como el material del que debe estar hecha la cucharita con la que se sirve un helado en un quiosco), que expresan la máxima tutela que una sociedad puede tener de los poderes públicos. Con todo eso, Macron dice que no ha sido posible evitar una situación en la que las nuevas generaciones vivirán bastante peor que las precedentes, ni hay manera de evitar sufrimientos que llegarán pronto. Propone que termine “la obviedad” –alusión al populismo político, sin reconocer que dosis mayores o menores de ese populismo impregnan a todos los partidos– y la “temeridad” –postulando que sea la tecnocracia la que nos ofrezca un puerto seguro, cuando lo imprescindible en estos momentos es más temeridad intelectual y menos amaneramiento de las élites–.

Macron dice que no ha sido posible evitar que las nuevas generaciones vivirán bastante peor que las precedentes

A diferencia de España, en Francia al menos tienen claras algunas cosas. No hay un pueblo, por pequeño que sea, que no tenga una calle dedicada al microbiólogo Louis Pasteur, padre de la vacunología moderna, o un colegio con el nombre del escritor Antoine de Saint-Exupéry. En materia energética afrontan un problema severo porque de sus 52 centrales nucleares, hay casi 30 que están con rendimiento limitado por labores de mantenimiento o por tener que solucionar problemas de corrosión. La perspectiva de encarecimiento del precio de la electricidad para los próximos seis meses es escalofriante, nunca mejor dicho, con los futuros del MWh a más del doble que aquí. Pero al menos su problema es de índole técnica, y tendrá una solución en un plazo concreto de tiempo. En España, en cambio, el problema es el inexistente modelo, que en Francia han definido y aquí no. El cuento de las renovables ha servido al discurso político, pero a la vista está que no nutre ni una mínima parte de nuestras necesidades, y además ha condicionado una estructura artificial de precios de las energías que está empobreciendo, directa e indirectamente, a todos los sectores productivos. El último capotazo de subalterno desesperado ha sido lo de ofrecer a Alemania gasoductos que pasen por donde sea, pirenaicos o mediterráneos. Mientras, España es el único país europeo que no ha recuperado el nivel de PIB pre-Covid. Ha crecido el número de personas activas, pero eso significa que el empleo se ha precarizado más y que en realidad hay menos horas totales, dado que más trabajadores no han logrado todavía recuperar lo que la pandemia y un gobierno abonado a la obviedad y la estulta temeridad (que diría Macron) se han llevado.