A nadie le habrá sorprendido que las niñas bien –niñas pijas es descalificativo, niñas bien en cambio es respetuoso a la vez que cierto: a esta gente, como a los niños bien, les va a salir casi todo bien– del colegio mayor femenino contiguo al colegio mayor masculino desde el que les gritaron putas, ninfómanas y vais a follar todas en la capea –la capea, me encanta, no podía ser otra cosa– salieran a defender a los chicos. A fin de cuentas, están en la misma escala social, salen juntos, se enamoran, son familia, se aparean, se divorcian. Son la misma cosa. Hasta ahora, ni tan siquiera una ha logrado verbalizar que más allá de que a ellas no les moleste sí que es una práctica machista a más no poder, amén de ya más pasada que el betún de Judea, puesto que estas estupideces colectivas se hacían en los 80 o 90 y ya. Se ve que en los colegios mayores –y en muchos menores, puesto que estas camadas vienen de colegios menores– el tiempo pasa muy despacio y que se aferran como buenos tradicionalistas a las tradiciones. Lo curioso del caso es que posiblemente la adscripción ideológica de muchachos y muchachas y de quienes les sufragan el polo, los castellanos y su trozo de persiana será de las que se llena la boca con la decadencia moral de Occidente, las buenas costumbres y todo esto, mientras que con la otra mano justifica o cuando menos no ve nada especialmente excesivo en algo así. No sé. Tenemos un problema grave a nivel social en cuanto a igualdad de género. Y, en ese totum revolutum, la sexualidad es una parte básica, una parte en la que entre desconocimiento, tradición, clichés, fundamentalismo y bromas del siglo XIX nos vamos encontrando con situaciones tremebundas, cierto es que en todas las capas de la sociedad. Por tanto, tomarse a broma lo que no es sino una becerrada es el claro ejemplo de que el problema permanece y también en el sujeto receptor del daño.