A mí, hierbas, musgos, flores, arbustos y árboles me producen habitualmente un placer fácil e instantáneo y menos veces su reverso, un malestar inevitable. Dejo de lado parques, campos y bosques porque quiero centrarme en las plantas que se comercializan. Especialmente en una.

Una sabe que las flores cortadas son cuerpos presentes y aunque hay ramos y arreglos preciosos, es obvio que durarán unos días y ya. No lo llevo mal. Me cuesta más cuando el artificio se intensifica: gerberas que aguantan el tipo gracias al alambre que las rodea para mantenerlas erguidas y soportar el peso de la corola, margaritas azules, eucaliptos con purpurina o clónicas rosas rojas que más que flores son tópicos. Pero no engañan, su tiempo pasó.

¿Y las plantas en maceta? Esas juegan en otra liga porque el tiesto promete arraigo, sustento, duración, compañía, crecimiento, belleza, satisfacción tal vez. Por ahora digamos que, aunque en su mantenimiento inciden más factores que la pericia de quien las cuida, muchas dan una oportunidad.

No sucede lo mismo con la flor de pascua. Tendrás suerte si la euphorbia pulcherrima que pones en un lugar visible el 1 de diciembre llegue al 24 sin haber empezado a perder hojas. Para Reyes será una sombra de lo que fue y a partir de ahí la trasplantarás, preguntarás, mirarás en internet, seguirás las instrucciones al milímetro y en el mejor de los casos, si te empeñas, allá en primavera verás salir del tallo escuálido uno o dos brotes raquíticos que no augurarán nada bueno. Le buscarás un sitio discreto porque verla así a diario te deprimirá y resolverás que el fallo ha sido tuyo. Pero no te engañes, la flor de pascua es un caso de obsolescencia programada y una metáfora del esfuerzo inútil. Diría que es el sistema. Qué bajonazo.