Fue el viernes pasado y serían las siete y diez de la mañana. Estaban a final de la acera, así que pude mirarlos mientras avanzaba durante veinte, veinticinco segundos. Los sobrepasé y me detuve para esperar a que el semáforo se pusiera en verde y, aunque no volví la cabeza, la imagen me acompañó todo el camino y hasta ahora. Por eso se lo cuento. Eran jóvenes y se abrazaban. Nada nuevo, pero mientras los tuve enfrente no aparté la vista. Ese abrazo sostenido tenía algo capaz de conmover.

Dadas las fechas, pensé que podían ser dos estudiantes despidiéndose hasta enero. El juevintxo se había alargado. Una hipótesis sin más. Nada en el abrazo delataba que les uniera una relación de las calificadas de sentimentales (una denominación bastante torpe, ¿qué relación no lo es?, ¿qué relación salvo las estrictamente comerciales no activa sentimientos y aun así?).

De todas formas, de existir un ingrediente romántico, no puedo excluirlo, no tengo mayor conocimiento, no era ni mucho menos el más evidente ni el fundamental. Era sobre todo una pausada y tierna experiencia de cercanía física, la rúbrica de una conexión percibida inmediatamente antes del abrazo o durante toda la noche y un acto de reconocimiento o de consuelo. Estas opciones me parecen las más plausibles, no tanto por una preferencia personal como por la búsqueda de significado de la disposición de los dos cuerpos.

Los brazos de ambos se rodeaban con suavidad, más ofreciendo un espacio que atrayendo hacía sí. Pero mientras una cabeza permanecía erguida, tal vez ligeramente ladeada, la otra se dejaba caer en el hombro que la sostenía con el abandono propio de un bebé delatando la total confianza depositada en la otra persona. Una pequeña asimetría. ¿Antes o después el gesto se invirtió? Da igual. Me gustó verlo.