La semana pasada les propuse dedicar este mes en que se cumple un año de la agresión rusa a rescatar posibles lecciones. Hoy tocan dos. La primera es que la democracia importa y sirve. En momentos de crisis parece que tendemos a desconfiar de la democracia, es decir, que dudamos de nosotros mismos, de nuestro juicio, voluntad y fortaleza.

Al inicio de la pandemia nos preguntábamos si las dictaduras serían más eficaces. China implantaba medidas de orden público que una democracia no sería capaz de movilizar. Pensábamos que, de resultar necesario, nosotros no podríamos reaccionar y establecer medidas de emergencia. En democracia hay deliberación, debate público, separación de poderes, hay que justificar cada decisión y respetar procedimientos, normas y derechos.

Iniciamos el conflicto en Ucrania pensando que Rusia tenía mayor capacidad de movilizar a su pueblo, y este mayor disposición a aguantar y sufrir sin rechistar: apretarían los dientes y tragarían. El miedo, la falta de alternativa, la resignación, la fe en un líder fuerte, alejado, infalible y omnisciente, la información controlada, todo lo propio de una dictadura ayudaría a hacer una guerra. En democracia, por el contrario, tenemos libertad de prensa y oposición.

Pero China no fue tan eficaz, precisamente porque la falta de libertades y de transparencia le hurtó un debate abierto imprescindible para rectificar. Las democracias también se equivocan, pero tienen mejores mecanismos para identificar sus errores. El ejército ruso ha mostrado carencias enormes lastrado por el cáncer de la corrupción y la mentira. La propaganda dificulta reconocer fallos –la búsqueda de chivos expiatorios no es autocrítica– e impide rectificar. Las democracias han demostrado que tienen aguante. Ucrania ha decidido resistir. Europa ha respondido más firme y unida de lo esperado. La democracia no se equivoca menos, pero aprende mejor.

La segunda lección se refiere al soft power, eso que se traduce como poder blando y que sería mejor entender como poder sutil o inmaterial, como poder cultural, poder del talento, de la inteligencia, del atractivo o de la seducción. Lo que hace grande a un país es cada vez menos el valor de sus recursos materiales y más el de sus ideas y conocimientos. El mundo se mueve más y más por intercambio de complicidades. Quien queda fuera pierde, aunque tenga petróleo.

Rusia no ha sido capaz en los últimos treinta años de crear una propuesta atractiva. Pensemos en las películas o series que vemos, en las noticias de moda, en los autores de actualidad que leemos. Pensemos en la marca de nuestro coche, móvil u ordenador o en la tecnología de los aviones. Pensemos en los programas informáticos y en las redes sociales que frecuentamos. Enumeremos el listado de restaurantes internacionales de nuestra ciudad o las cervezas que hemos degustado en los últimos diez años. Nos han salido nombres europeos y norteamericanos sin duda, seguramente algunos que nos remiten a Corea del Sur, China, India o América Latina, pero es muy improbable que hallemos en la lista alguno ruso. Haga el esfuerzo consciente de pensar en algún escritor, cineasta, científico, músico o pensador ruso y le saldrán seguramente nombres del pasado. Innumerables científicos, académicos y artistas rusos trabajaban hoy en otros países –en muchos casos ya nacionalizados– con mejores medios para dejar allí el fruto de su talento y, sobre todo, con mayor libertad para trabajar, vivir, amar y sentir. Si queremos visitar Rusia será por conocer las ciudades imperiales que nos remiten a pasados poderosos, no para empaparnos del dinamismo de sus calles o propuestas.

Rusia no consigue seducir y tiende a sentirse más respetada y relevante si emplea la fuerza dura, el semblante áspero, los recursos energéticos y el tamaño. Esta incapacidad de desplegar soft power la obliga a reivindicarse en el hard power y eso quizá explica algunas cosas. El soft power no es poder blandengue, es poder muy poderoso.