Sigo con interés las propuestas sobre el futuro del edificio de Autobuses. Estética y sentimentalmente, la mía es una valoración escasa. En sí no me parece gran cosa. Si un equipo imparcial diagnostica que el edificio se cae de puro viejo, que es una amenaza flagrante e invertir un euro en él sería tirar el dinero, rescatados los elementos de valor, no me ocasionaría mayor pena asistir a su demolición. Un ladrillo más para la nostalgia.

Pero no me queda claro que sea esa la situación y, para aumentar mi confusión, ha brotado en el debate y todo parece indicar que florecerá vigorosa como una mala hierba esa palabra a la que tengo una tirria de décadas: emblemático. Este vocablo invasor se empezó a expandir o fui consciente de su abusiva proliferación en los ochenta y desde entonces lo venía relacionando con veleidades constructivas, iniciativas sobrevaloradas o complejos de inferioridad. Ahora empiezo a vislumbrar otro uso, un apoyo verbal, un sello que legitima estrategias que convierten los centros urbanos en zonas centrífugas que expulsan la vida cotidiana, lo vecinal. Además, lo emblemático puede serlo para bien o para mal.

Se habla de poner una biblioteca. ¿Me falla la memoria o me quiere sonar que se pensó idéntico uso hace años para un solar cercano y se desechó la idea? En aquel momento una biblioteca a tiro piedra de toda la ciudad no resultaba nada emblemática. La emblematicidad se manifiesta dialéctica y admite tesis, antítesis y ya veremos si síntesis.

A mí, de entrada, se me hace difícil conciliar una hipotética y emblemática demolición con criterios que en este momento son de peso y que tienen que ver con el aprovechamiento de recursos, la sostenibilidad y la evaluación de la necesidad real de los consumos. Porque la emblematicidad, sospecho, no es nada barata.