Ya sé que no digo –escribo en este caso–, nada que no haya dicho ya antes, pero la muerte en las costas italianas de Calabria de al menos 62 personas migrantes –la mayoría niñas, niños y mujeres que dejan un rastro de biberones y juguetes–, y serán decenas más porque en la barcaza naufragada a la que nadie acudió a auxiliar viajaban unos 200 ocupantes, nos vuelve a situar en un espejo cuya imagen ya no queremos ver: Miles de personas que huyen de Siria, Irak, Libia, Irán, Pakistán, África o Afganistán, ya nadie se acuerda de Afganistán, convertidas en mercancía de intereses políticos o económicos o del simple chantaje de estados no democráticos del otro lado de esas fronteras. No sé si esas personas que buscan refugio en Europa son víctimas de una nueva pugna geopolítica en la zona de la que proceden, por decisión de las mafias, por estrategia de los estados limítrofes con la UE que ganan millones de euros traficando con seres humanos o porque simplemente no tenían otra ruta para intentar lograr su objetivo de huir de la guerra, la miseria y la persecución. Eso es secundario en el drama de unas imágenes que se suceden una semana tras otras. Y solo va a peor. Hace un año falleció el que era entonces presidente del Parlamento Europeo, David Sassoli. Fue la persona que proclamó la necesidad de que Europa apostara, en sintonía con lo que exigen las organizaciones de derechos humanos y las ONGs que trabajan en labores de salvamento en el Mediterráneo o en las fronteras europeas, por corredores humanitarios seguros –que haya que llamar así a un viaje para salvar vidas dice todo del deterioro de la Europa actual–, que eviten la muerte de esos miles de seres humanos que se pierden cada año en el mar, en el desierto o a la puerta de nuestras casas. Nadie le hizo caso alguno. Al contrario, las políticas europeas, cada vez más inhumanas y antidemocráticas, son las responsables de ese aumento de muertes. Sin olvidar que esa progresiva imposición creciente de los discursos más extremistas contra las personas migrantes ha llevado a muchos países europeos a devolver por la fuerza o abandonarlos a su suerte a solicitantes de asilo a países donde solo hay esclavitud y explotación. Estrategias y medidas que, según las organizaciones de defensa de los derechos humanos violarían la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados y las leyes de la UE sin que nadie parezca dispuesto a hacer nada pese a ello. Esta Italia gobernada por la extreme derecha fascista de Giorgia Meloni es el paradigma de todo ello. Maltrata y persigue a quienes ayudan desde la solidaridad humana en campos o fronteras de tierra o mar. El desastre de Calabria se podía haber evitado, pero la política del actual Gobierno de Italia no es esa. Su discurso oficial es que el error de esos seres humanos fue haber intentado llegar a Italia huyendo de una vida de mierda. Vomitivo e inhumano. También lo ha hecho el Estado español con las llamadas devoluciones en caliente. Es el mundo al revés: se criminaliza y se multa la solidaridad y el humanismo. Y ya ni siquiera la dureza de las fotografías que registran muchas de esas tragedias, muerte y familias rotas en las playas donde el mar arroja los cuerpos parecen suscitar interés humano. Como mucho un simple efecto de conmoción momentáneo. Se lleva más hoy mirar hacia otro lado.