¿Qué hay de extraordinario en la movilización de 24.000 personas que siguen a un equipo de fútbol? La respuesta es: nada… y todo. Peregrinaciones similares las hemos visto protagonizadas por aficionados de otros clubes; gentes capaces de hacer cientos de kilómetros con la pasión por bandera, conscientes de que el balón que tienen en sus pies es inmaterial pero también rueda; viajeros impenitentes dispuestos a sufrir y a disfrutar al mismo tiempo, protagonistas secundarios de un acontecimiento que sin su presencia pierde parte de relevancia.
“Los equipos de una ciudad o de un país actúan como figuras totémicas de las comunidades respectivas”, escribió Vicente Verdú. En el caso de Osasuna, la elección fue inmediata a su nacimiento. La identificación de los aficionados al balompié –y hasta de quienes no lo eran– con la camiseta roja, es un flechazo que deja una cicatriz perpetua, una marca de agua en la piel que pasa de generación en generación como el color del pelo o de los ojos. Ser de Osasuna se elige o no. Quiero decir que antes de una reflexión racional sobre por qué me atrae ese equipo que no tiene títulos ni grandes estrellas por delante de otros con más relieve, antes de hacer una valoración sosegada de lo que puede suponer en tu vida esa exposición, hay una influencia a veces indetectable: una camiseta que cuelga en un armario, un partido por televisión, una primera tarde en el estadio… Para cuando te quieres dar cuenta, ya estás alistado. Eres de los de rojo para toda la vida. Y podrás cambiar de novia, de religión, de militancia política y hasta de sexo, pero no hay en las farmacias un antídoto que te saque de la cabeza a tu equipo de fútbol.
La identificación de los aficionados con la camiseta roja es un flechazo que deja una cicatriz perpetua
Esa identificación es un ejercicio de pertenencia, de reivindicación y de autodefensa. Somos como somos, como fuimos y como seremos. Y si alguien intenta cambiar a nuestro club, trata de cambiarnos a nosotros. Ni lo intentes. Porque el osasunista primero es abogado, carnicero, padre o madre de familia, de izquierdas o de derechas, baztanés o ribero, pero siempre de Osasuna. Hasta el ritmo de la vida, los compromisos de la agenda, están pendientes de revisión por la coincidencia con el partido del equipo. Lo reflejó muy bien Eduardo Galeano cuando escribió: “Rara vez el hincha dice, ‘hoy juega mi club’. Más bien dice: ‘Hoy jugamos nosotros’. Bien sabe este jugador número doce que es él quien sopla los vientos de fervor que empujan la pelota cuando ella se duerme, como bien saben los otros once jugadores que jugar sin hinchada es como bailar sin música”.
El aficionado que acompaña a su equipo es como un explorador: sabe adónde va pero no lo que se puede encontrar. Es otro de los atractivos del fútbol: la lógica solo es discutible a posteriori. Por eso, la hinchada rojilla viaja con la misma ilusión por bandera a San Mamés o al Sendero de Arnedo. Entre otras cosas porque conoce que venimos de aquellos barros y eso anima a disfrutar de un gran acontecimiento como es una final, ese partido que siempre juegan los otros.
Además de por vía sanguínea, el osasunismo se transmite por la memoria. El relato de un ascenso, de una jugada, de un estadio, de un viaje, hasta el recuerdo de un fracaso, llenan las páginas del libro de un aficionado que siempre está a la espera de escribir un capítulo más. Porque otro de los atractivos del fútbol es lo que está por venir. En el año 2005, los aficionados que acudieron a participar en la final con el Betis tenían la certeza de asistir a un acontecimiento histórico. ¿Cuándo llegaría Osasuna a otra final..? Pues ya está aquí, solo 18 años después. Es la segunda y después vendrá la tercera…
Volviendo al principio, no hay nada sorprendente en el desplazamiento de 24.000 aficionados, porque si dispusieran de más entradas hubieran sido, sin exagerar, 30.000 o 40.000. Y quien lo considere exagerado es que desconoce el calado de Osasuna en el corazón de los navarros y navarras. Porque, sí, hay algo extraordinario en ser de Osasuna.