Subido al vallado, un hombre rubio, de labios huidizos y semblante anguloso miraba fijamente a una chica pelirroja. Se había ensañado con ella un toro negro y, quizá por azar, quizá por el capotillo del santo, la chica se había librado de todas y cada una de las embestidas, quedándose prácticamente desnuda, con gran parte de la camiseta y el pantalón desperdigados por los adoquines.

Un mozo le dio su camiseta y, aunque ella se la puso, continuaba desnuda de cintura para abajo, y el hombre rubio seguía escrutándola obstinada, obscenamente, sin ningún prejuicio. Se regodeaba con ella. Hincaba sus descaradas pupilas en su cuerpo semidesnudo.

La chica cruzó el primer vallado y vinieron efectivos de la Cruz Roja. Era milagroso: el toro se había ensañado con ella, la había dejado sin ropa, y su cuerpo no mostraba el menor rasguño.

Mientras la atendían, la chica se fijó en el hombre que permanecía con las pupilas clavadas en ella. El muy sinvergüenza no le quitaba la vista de encima. A ella. A sus caderas. A sus partes más íntimas.

Una voluntaria de la Cruz Roja le confirmó que había salido indemne y le tendió una toalla. La chica la cogió de un manotazo y se precipitó hacia el hombre que la observaba. No se detuvo ni pronunció una sílaba, y le cruzó la cara de un bofetón, severo y sonoro.

La chica pelirroja se alejaba con paso firme, y el hombre había encajado el mamporro imperturbable. Había llegado a balancearse en las tablas y a sentir miedo por si se caía.

Ahora el encierro, sus mil sensaciones habían acabado; la gente se dispersaba, y el hombre rubio, de labios huidizos y semblante anguloso decidió bajar a los adoquines. Lo hizo, se cubrió con sus gafas de cristales oscuros sus ojos ciegos y, tanteando con el bastón, volvió a casa.