Entre esta semana pasada y la que ahora entra, nuestros niños y jóvenes han comenzado su curso escolar. De alguna forma lo hacemos también muchos adultos. No me refiero solo a los que nos dedicamos de forma más o menos directa a la enseñanza, sino que somos muchos los que organizamos nuestros planes más en cursos, de septiembre a julio, que en años naturales. Es curioso que empleemos los años naturales para referirnos al pasado (sería en el año 2009 cuando…) y para el futuro (debe estar terminado para el 2028), pero las parrillas televisivas y radiofónicas se renueven en septiembre, el mismo mes que los quioscos se inundan de cartón y nuevas colecciones, y mismo mes en que muchos de nosotros escribimos un listado de objetivos que desnudan nuestras ambiciones y, con el tiempo, revelan a veces nuestras inconstancias, a veces nuestros aciertos.

El inicio del curso trae inevitablemente reportajes que se repiten año tras año, como los dedicados al costo por alumno, a las dificultades de conciliar de las familias o a los conflictos laborales. Les propongo añadir al listado un recuerdo a los niños cuyo inicio de curso supone un riesgo que a nosotros nos resulta lejano e impensable: el inicio de curso en lugares de conflicto en que uno o varios de los actores han decidido convertir los objetivos civiles en objetivos de guerra. La distinción entre objetivo civil y objetivo militar es uno de los principales pilares del derecho internacional humanitario, del viejo ius in bello, y dentro de ese principio, la protección de servicios sanitarios y educativos, quizá junto a los puntos de suministros de alimentos y de agua, parecen los puntos más sensibles.

La agresión rusa contra Ucrania nos ha provisto de uno de los ejemplos más nítidos y mejor documentados de los últimos años de agresión sistemática contra espacios civiles como objetivo militar, en este caso por parte de Rusia, con su fin indisimulado y declarado de causar terror y desmoralizar a la sociedad a la que se agrede. Según algunos informes, más de 360 escuelas han sido destruidas y casi 3.000 han sufrido daños. Miles de niños ha salidos del país y otros miles reciben educación online. Se han preparado algunas aulas en estaciones de metro y otro tipo de refugios.

Ucrania, siendo el caso mejor conocido, no es el único. Qué decir de Yemen, Mali, la República Democrática del Congo, Burkina Faso, Myanmar, Palestina, Sudán del Sur o Siria, por poner algunos de los ejemplos más sangrantes. De resultados igualmente despiadados son los ataques de algunos grupos armados contra la educación específicamente femenina, contra las niñas que se educan y sus familias en Afganistán, Nigeria y Pakistán. En otro orden, cómo no añadir un recuerdo aquí a la reciente incautación de la UCA de Managua.

En 2015 la ONU propició la Declaración sobre Escuelas Seguras, como compromiso político para “mejorar la protección de estudiantes, profesores, escuelas y universidades durante conflictos armados; para ayudar a que no se interrumpa la educación durante los conflictos y para poner en marcha medidas para impedir el uso militar de las escuelas”. Hoy 111 países han suscrito esta Declaración que incluye compromisos políticos y espacios de coordinación para la acción. Ni China, ni Rusia, ni los Estados Unidos, ni la India forman parte del acuerdo. Sí, por cierto, Ucrania.

El inicio del curso parece el momento adecuado para denunciar esta situación y, cuando menos, que no quede en el olvido. Quizá por eso, no lo sé, las Naciones Unidas eligieron el 9 de septiembre como Día Internacional para Proteger la Educación de Ataques y encomendaron a la UNESCO y a UNICEF su gestión. Este fin de semana toca por lo tanto hablar de ello por oportunidad, el resto de los días del año tocará hablar de lo mismo, desgraciadamente, por actualidad.