Se cumplen 10 años del naufragio de Lampedusa en el que fallecieron al menos 368 personas migrantes. No fue la primera tragedia de ese alcance, y a esa le han seguido otras peores, en el intento diario de millones de personas de huir de la miseria, el hambre, la guerra o la persecución en sus propias tierras a la búsqueda de un mundo siquiera mínimamente habitable. Se calcula que otras 28.000 han muerto solo en el Mediterráneo desde entonces. Pero aquel naufragio frente a las costas de Lampedusa avivó conciencias y obligó a movimientos políticos en Europa. Las conciencias siguen vivas, pero ya son muchas menos más allá de las ONGs de salvamento marítimo o que trabajan in situ en los campos de refugiados que rodean las fronteras del sur de Europa con infinidad de trabas y prohibiciones. Y la Unión Europea sigue mirando hacia otro lado cuando no impulsando medidas y actuaciones que solo contribuyen a más naufragios y muertes en ese inmenso tránsito de escape.

La muerte de las personas migrantes se ha convertido en un amortizado más en una burocrática y dividida UE, que ha olvidado su propia historia y está cada vez más ubicada en espacios ideológicos alejados de sus principios fundacionales y priorizando un modelo neoliberal que expolia a las personas y a los recursos naturales de las tierras y países de origen de buena parte de esas personas que acaban ahogadas en el mar, muertas en desiertos y apaleadas y abandonadas en las mugas europeas. La inmigración procedente del norte de África es un fenómeno para el que la UE no tiene respuestas. El asunto forma parte de la trastienda de las políticas comunes, más volcadas a la gestión estratégica de la economía común, la batalla geopolítica internacional y la definición de la batalla por las condiciones que determinen el funcionamiento del mercado neoliberal. La vergüenza humanista y democrática ante las sucesivas tragedias no es suficiente para mover a una acción conjunta europea, que se limita a militarizar los mares y las fronteras, muchas veces con mercenarios que ejercen de asesinos, y a pagar a países donde los derechos humanos son un mito como Turquía, Túnez o Marruecos a cambio de que eso que consideran mercancía humana no alcance las fronteras de la UE. El camino debería ser el contrario, afrontar el problema con un doble criterio: paliativo en términos humanitarios y de corresponsabilidad en el desarrollo de los países de origen.