Vivimos deprisa. Demasiado rápido. El tiempo no ha cambiado pero nuestra manera de pasarlo sí. Lo consumimos más que disfrutarlo. Necesitamos acumular, lo mismo cosas, eventos, experiencias, viajes o personas. Llenamos los días, las horas, los años y a veces vivimos con la sensación de que se nos queda mucho fuera, que no llegamos, que no hay tiempo para todo lo que queremos hacer. Y en esa previsión futura de lo que está por llegar, sea bueno o malo, se nos va consumiendo el presente. Y nos hacemos listas mentales, las famosas zerrendas, en las que vamos anotando lo pendiente y vamos tachando lo que ya es pasado, pero nunca acaban de estar vacías, como si siempre se nos quedara algo en el tintero. Como si nunca estuviéramos del todo satisfechas, ni con lo que somos, ni con lo que tenemos.

Es nuestra propia trampa y caemos en ella constantemente. Estamos desaprendiendo a sentir el placer de “perder” el tiempo, de dedicar unos momentos cada día a esa sensación tan buena de no hacer nada. Simplemente estar, con una misma y con el resto. Parar, en definitiva. Dejar de correr. Detenernos sin más y mirar lo que tenemos para así valorarlo mucho más. Vivir deprisa no es bueno, la velocidad no siempre te hace llegar antes, ni a donde quieres, sobre todo si el destino es cambiante como la vida misma. Y ya de un tiempo a esta parte dedicamos muy poco de ese tiempo fugaz a hablar y escuchar a los demás; mejor escribir mensajes o grabarlos en esos audios, a veces eternos, que son la verdadera imagen de la incomunicación.

Un emisor que lanza un mensaje a un receptor que a saber cómo y cuándo lo recibe. ¿Dónde queda la escucha, esa escucha activa esencial para entendernos? Porque ya ni siquiera a las palabras les damos su tiempo, y lo tienen y lo necesitan. Quizás por eso se explica el invento de WhatsApp para acelerar la voz de los mensajes de audio, para que lo se ha dicho en dos minutos se pueda escuchar en uno. Aunque entiendas la mitad. Los mensajes de voz no son como los que antes dejabas en un contestador. Ahora llegan sin que los esperes, como una conversación eterna en la que no puedes intervenir. Porque hablar con un móvil sin esperar respuesta, por muy importante que sea el contenido, no es ni será nunca una conversación. Vivimos deprisa y nos comunicamos cada vez más rápido y peor. Corremos el riego de olvidar el placer de dedicar tiempo a escuchar y que te escuchen, a esa práctica tan necesaria de conversar, de hablar, de contarnos cómo nos va.