Cuando solo faltan doce años para que se cumpla un siglo del comienzo de la Guerra Civil, volveremos a pensar qué hacer con los Caídos. A decidir, por lo que se ve. Bien. En la corta escala de una vida cien años son una eternidad, pero este debate urbanístico es un ejemplo para impacientes. Las algaradas nostálgicas que hemos presenciado en los últimos tiempos inciden en la misma idea. Es como si la historia tuviera dos velocidades o más. Parece que vivimos en el cambio permanente, y así lo hacemos en amplios ámbitos de la realidad, y al mismo tiempo se manifiestan inercias impermeables al cuestionamiento.

En su día me gustó la propuesta que eliminaba el monumento, el vaticanico, como le llama R. No suelo acabar de fiarme de mí misma, así que doy una vuelta más detenida a las propuestas y, en clave de memoria, opino parecido, aunque si se tratara de otra ciudad que no fuera la mía posiblemente mi postura sería diferente y valoraría de otra forma las propuestas de resignificación. Pero como siempre he vivido al sur de la ciudad, el monumento ha sido omnipresente y siempre me ha parecido un mazacote con ínfulas de infinito. Burdo y prepotente en su intención realización y ubicación.

Por eso me parece buena idea crear un espacio donde el tránsito habitual o el descanso se abra a la reflexión sobre la inutilidad de la violencia, aunque claro, una reforma urbana por sí sola no consigue este propósito. Lo sé.

No obstante, sea cual sea el proyecto elegido, al carácter simbólico hay que añadir una cuestión práctica. Llegará algún verano en que esté finalizado y para que queramos pasar un rato, salvo que confiemos el confort a la hostelería y sus toldos, habrá que pensar en árboles, unos cuantos árboles.