Hola personas, ¿qué tal va la vida?, me alegro, la mía no está mal. Esta semana volvemos al paseo tradicional a golpe de calcetín. Veamos.

Resulta que el miércoles me dieron la mala noticia de la muerte de un amigo y el jueves teníamos la última cita con él, para despedirlo, en el Cementerio de San José, vulgo Berichitos. Allí que me fui, la cita era pronto, a las 9 de la mañana, así que, cuando acabo la triste despedida, me encontré con una rica mañana por delante y en una zona que ofrece muchas posibilidades para darse un buen garbeo.

Primero entré en el cementerio propiamente dicho porque es un lugar que me encanta recorrer, estar entre los que ya no están tiene una paz especial. No es el sitio ideal para dar un paseo ligero, porque el ritmo que allí se gasta es lento, está en consonancia con el tiempo que tienen los que allí descansan, el tiempo de la eternidad, el tiempo que no apremia, y, con esa cadencia, empecé mi andadura, parándome, leyendo, viendo quién está enterrado aquí y allá, apellidos conocidos, personas conocidas, parentescos que desconocía entre gentes que conocía por separado, algún pariente lejano del que ni me acordaba, arte funerario más o menos suntuario y epitafios de despedida más o menos sentidos. Uno me llamó poderosamente la atención, decía así.

Al ver de su seno desprendida

una rama de amor, oh, fatal suerte,

perdí yo la esposa más querida,

pues por dar a un ser inocente vida,

ese ser inocente le dio muerte.

Continué mi paseo con el corazón un poco encogido por el dolor de ese pobre viudo. Tras una visita rápida al “chalet” familiar para dar un saludo a mis padres, abandoné el Campo Santo por la llamada puerta del Río y me dispuse a andar por el mundo de los vivos que no es tan tranquilo pero es más alegre. Salí, como digo, y doblé a mi izquierda, anduve por un gran parquin casi vacío, una señal me indicaba que era carretera sin salida, pero seguí, siempre hay una salida, pensé, y así fue, cuando llegué al final vi que entre la maleza se hacía hueco una pequeña senda apenas creada por unas pocas pisadas pero transitable, me invitó a entrar y acepté. Anduve un rato entre arbustos, troncos rotos, árboles que sobreviven con esfuerzo en un entorno que nadie cuida y al final salí a la carretera de Miluce frente a los viveros de Diputación. Al salir una gran verja de forja me indicaba que el terreno que acababa de transitar había conocido un pasado más glorioso que su presente y que había sido una finca, probablemente, de recreo. La presencia de algún pino mediterráneo y alguna otra especie ornamental así lo indicaban. Al pisar el asfalto doblé a la derecha y en cuatro pasos me encontraba sobre el puente de Miluce, me asomé a su pretil y vi correr el agua con fuerza y alegría, esta vez no se apreciaban esas grandes huellas como de elefante que tienen las piedras que forman su lecho. Mientras en estas estaba me venían a la cabeza aquellos ciudadanos de los cuales dice la historia que, por plantar cara al rey en su política recaudatoria, rindieron cuentas al Cielo colgados del puente por orden de Carlos II el Malo allá por el 1351.

Atravesada la medieval obra tomé a mi derecha para recorrer el paseo del Arga que es un auténtico privilegio. Desconozco como tendrá Valladolid su paseo a la vera del Pisuerga, o Lerida el suyo a la orilla del Segre, pero dudo que tengan un paseo como el que tenemos nosotros a la ribera de nuestro Arga. Las lluvias, recientemente habidas, han alegrado la corriente y el río bajaba vivo, rumoroso, en algún tramo incluso formaba alguna ola, su carrera levantaba y me hacía llegar un aire fresco y agradable. Desde mi orilla se veían en la contraria esos plátanos de sombra a los que la erosión del agua cuando se desmadra ha dejado al aire sus grandes raíces dándoles un aire fantasmagórico, como de grandes dedos de un ser imaginario. Son árboles robustos, con años, acompañantes del caminante, generosos con sus sombras en verano, guardianes de la tierra todo el año. Seguí mi andadura y fui dejando a mi izquierda diferentes edificaciones, desde la chabola calcinada de algún pobre desfavorecido de la vida, hasta los esqueletos de unos viveros que conocieron mejores épocas y que hoy dejan rebrotar cientos de árboles y plantas. Un poco más adelante el campo de futbol de San Jorge con un cuidadísimo césped que no alcancé a diferenciar si era natural o artificial.

Tras atravesar por debajo el gran puente que une a los santos Jorge y Juan, llegué a esa casita que se conserva de una finca que se llamó el Cortijillo y que hoy, pintada de colorines, se dedica a cosas lúdicas de niños, junto a la casita antes había unas bonitas catalpas y ya no están, alguien decidió que estorbaban y les metió la motosierra. Enseguida llegué a la presa y molino de Biurdana que estaban que daba gusto verlos, por la presa bajaba un gran caudal que al final formaba una melena de espuma blanca. Al otro lado, maltrecho, aún está en pie el medieval molino que conoció mejores tiempos. Tras hacer unas cuantas fotos de todo aquello que la soleada mañana me ofrecía, volví sobre mis pasos. No llegué de nuevo a Miluce sino que esta vez crucé el río por una pasarela que hay a la altura del campo de futbol. La infraestructura es moderna y de diseño, de acero corten, que es material de moda, el pan de oro era al barroco lo que el acero corten es a nuestra época. La obra tiene placa que reconoce a su autor y ésta nos hace saber que Raul Escrivá Peyró es el padre de la criatura.

El paso peatonal me dejó de nuevo frente a la puerta del cementerio de donde había partido y antes de dar por acabado el paseo me acerqué al edificio de Aquavox que hay unos metros más allá. Antes de llegar a él, una nueva trocha se adentraba en el campo, el Tom Sayer que todos llevamos dentro me hizo seguirla y me llevó a una colonia felina, allí tienen los gaticos de todo, casa, agua, comida y protección porque alguien, con ramas y cinchas, ha construido una enramada para que los micifús puedan acceder a su espacio pero los humanos no. Un cartel ruega no molestar a los gatos. Volví a la calzada y al fondo encontré el paso libre a las instalaciones. Unas barbacoas y un espacio de mesas y bancos donde dar cumplida cuenta de las pitanzas me recibió. Más adelante llegué a una gran piscina, en la que se reflejaba Barañain, rodeada de jardín y frente a ella se levantaba una construcción con una cristalera que al acercarme a fisgar me mostró que tras ella había una piscina cubierta en la que unas señoras se entregaban al acuático ejercicio. Me gustó lo que vi, y di por acabado mi paseo.

Besos pa tos.

Facebook: Patricio Martínez de Udobro

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