Le invitaría a que se ponga el termómetro. Para qué, si estoy bien, no noto que tenga fiebre, dirán quienes efectivamente no están pasando o ya han despedido a cualquiera de los fenómenos virales que nos visitan. Precisamente para eso, para identificar su temperatura habitual. Si el resultado ronda los 36-37 grados forma usted parte de un grupo privilegiado. ¿Qué no lo sabía? Pues así de claro. Lo digo sin ninguna formación sanitaria, pero con la absoluta seguridad que me da no formar parte de ese colectivo.

Como otras personas que comparten mi sensación de vivir en un no lugar, en un margen no contemplado por la estadística, yo me muevo en torno a los 35 grados. Esto quiere decir que si alcanzo los 36,5 ya estoy afectada y con 37,5 soy un trapo.

Por regla general, cuando me pasa y lo comunico, y este año ya van dos veces, la respuesta invariable es eso no es fiebre. Mira qué bien.

Como me la conozco, contesto que no tengo ningún problema con las palabras, hay millones, que no voy a empeñarme en que sea fiebre, que únicamente quiero que se considere que si supero en dos grados mi temperatura habitual se abre un escenario inquietante: si esto es lo normal, la mayor parte del tiempo no es así. En una u otra circunstancia algo no va bien y soy la única que lo percibe. La conclusión es que a las personas con este perfil reptiliano o no se nos escucha o se nos exige mayor esfuerzo térmico para alcanzar la categoría de enfermas.

¿Podríamos convenir que la fiebre y el aumento de temperatura son señales de alarma? Como ya son décadas de dificultad en la comunicación y de esfuerzo en solitario, tengo una propuesta: hipotérmicas e hipotérmicos, tendríamos que unirnos.