El lunes tuvimos de nuevo la suerte de asistir al hecho mágico de sentarnos delante de una pantalla de cine en la que iban a proyectar una película creada por Oskar Alegría. Es ya la tercera vez que algo así tan especial sucede y nunca jamás defrauda a quienes creemos que Alegría lleva dentro de sí las miles de películas que él quiera hacer por la sencilla razón de que es un poeta vital, visual y textual de los que hay muy pocos. En este caso, tras Emak Bakia y Zumiriki, llegó Zinzindurrunkarratz, que se escribe fácil si te aprendes que son tres palabras en una: Zinzin, Durrun y Karratz. No pretendo explicar la película, más allá de que aparentemente cuenta el viaje de Alegría desde su pueblo hasta la Sierra de Andía con un burro para llevarle varias cosas al último pastor de Andía. Y digo aparentemente porque en el camino Alegría nos va contando decenas de asuntos y sensaciones y nos va convocando delante del silencio y de la pantalla para que vayamos sintiendo las emociones que queramos ante las ausencias, los recuerdos, las pérdidas o los encuentros alegres y gozosos. Todo ello filmado con una cámara Super 8 de su padre que no había sido utilizada en 41 años y que recuperó para dar vida a este sencillo proyecto poco antes de que falleciera su madre y de que las llamas de los tremebundos incendios de junio del 2022 alterarán el paisaje de su infancia. El arte no vino para ser entendido, ni siquiera para ser compartido como una herramienta, sino para ser sentido, y las películas de Alegría tienen toneladas de eso, tanto que de las tres sales con la necesidad de volverlas a ver para detenerte mejor aquí y ahí y en ese plano, para saborear de nuevo determinadas cosas que la velocidad del visionado no te deja paladear. En un mundo loco, supersónico y lleno de realidades vacías, viajar lentamente con Alegría y un burro a la cima de una montaña es un regalo de la vida.