Estos y los que vienen son días para llenarse de verde. Aquí o dónde sea y da lo mismo saberlo que no, decirlo que callarlo, siempre me ha parecido un poco lerda esa pregunta de ¿vas/vais a alguna parte? Como quien te planta delante una casilla que hay que cumplimentar.

El campo está verde que se sale, los parques y las orillas de los ríos también. Los narcisos llevan ya unas semanas haciendo como que languidecen y nada va con ellos, los dientes de león resplandecen y las margaritas otro tanto. Las violetas y los laureles han florecido. Las lilas lo harán pronto. El saúco huele a saúco y recuerdo que con sus flores pueden hacerse dulces. En los árboles, las yemas coronan meticulosamente cada rama. Son días para repetir el itinerario y ver el cambio paulatino, el mínimo pero constante crecimiento.

Antes era bastante recolectora, ahora el móvil me permite la apropiación simbólica y permanente de flores, hierbas y árboles y no dejar huella, que el paisaje no registre mi paso, me causa un placer suficiente que se une al gusto de poder volver a la contemplación en cualquier momento para retomar la temperatura, la intensidad de la luz o la dirección del aire de, por ejemplo, el instante en que descubrí esa fila de árboles cuyos troncos exudan bolas de resina de tamaño de ciruelas, oscuras y pulidas. Este es el tiempo para contemplar qué forma tan distinta tienen las moreras y los plátanos de sombra de echar ramas. Y todas son ramas y todos son troncos.

A escasos cien metros de casa la cimbalaria ha vuelto a ganar la batalla a las manos humanas y los herbicidas y coloniza la grieta del murete de la cuesta con la humildad de quien se sabe invencible. Me pone contenta.