Casi siempre la sociedad civil va por delante de las instituciones en muchos temas sociales, pero llega un momento en que es esencial para conseguir el objetivo y consolidar logros, sumar esfuerzos y que se marquen políticas públicas que acaben, sino liderando, sí acompañando. Lo hemos visto de manera clara en Navarra con la Memoria Histórica, donde al trabajo de las asociaciones abrió un camino al que se ha sumado el impulso político e institucional. Primero con el Parlamento y luego, desde 2015, con el Gobierno. Algo parecido pasó en las anteriores dos legislaturas con el Pirineo, una de las zonas más despobladas de Navarra. Fue el movimiento reivindicativo de colectivos como Pirineo Bizirik, Txantxalan y Lan eta Bizi y la Mesa del Pirineo, con la implicación de las entidades locales, los que se adelantaron dando a conocer las necesidades reales y las demandas concretas para mantener el Pirineo vivo. Incluso cambiando su discurso hacia un modelo más propositivo. Mucho ha llovido desde entonces y las cosas han cambiado, pero no para mejor.

El Pirineo sigue a la espera, cansado, más abandonado, tras un giro político que no era solo un cambio de departamento o una reorganización competencial. Sino algo más. O mucho menos, a tenor de los resultados. No se está apostando por mantener vivos los valles, por cuidar a la población, por conseguir frenar la despoblación, ese concepto en el que cabe todo y diluye los matices, esenciales para conseguir resultados. Sigue faltando vivienda, opciones de vida, servicios, relevo generacional y personal implicado que trabaje en el terreno con respaldo social y político, con medios y con planes de acción claros que aguanten más allá de los debates y el papel. Más acción y menos gestión.