Esta semana todos los días parecen viernes, porque el Black Friday ya no es solo un día sino que se adelanta, como una lluvia fina que va calando entre los consumidores muchas horas antes de que llegue la fecha señalada. Es difícil, casi imposible, renunciar a tanto descuento. Sustraerse de la avalancha de mensajes que tientan y que vuelven una y otra vez. Si miras un producto en el móvil o el ordenador éste reaparece en las pantallas hasta que lo tienes en la cesta y en un solo click, en la puerta de casa.
Y como ya saben qué te gusta, aparecen otros tantos parecidos y la tentación va en aumento. Descuentos importantes y con fecha de caducidad que llegan hasta el 40 ó 50% en productos que apenas unas horas después vuelven a su precio original. O eso nos hacen creer, porque hay quienes nos alertan de que los descuentos no son tan espectaculares como parecen y que son pocas las ofertas reales que uno o una se va a encontrar. Pero esta fecha ha venido para quedarse y hay que adaptarse. Con ella se impone una nueva manera de consumir, de comprar más por impulso que por necesidad. Pero no todo es blanco ni mucho menos en este viernes negro. Es lo más alejado de un consumo responsable y sostenible.
Casi siempre es consumir sin tiempo para pensar, por el placer de comprar a precio rebajado. Y puede que beneficie al consumidor, pero sabemos a quien daña realmente: al pequeño comercio que resiste en nuestros barrios y ciudades y que no puede competir con esas ofertas.