Si no la han visto, la recomiendo. Me refiero a Los años nuevos, la serie de Rodrigo Sorogoyen que nos cuenta el devenir de una pareja durante diez años, desde que se conocen una Nochevieja, hasta el último día de Año Nuevo que recoge la cámara, una década después. Ese es uno de sus méritos, contar el paso del tiempo como solo puede hacerlo el buen cine; resumir 365 días filmando apenas 48 horas cada año. Solo con esa ventana temporal vamos conociendo qué va pasando en las vidas de Ana y Óscar (curiosamente el nació en Nochevieja, ella en Año Nuevo) los dos personajes que tejen una historia de amor en la treintena, en la que la palabra, lo que se dice o se calla, marca tanto como lo que se acaba haciendo o lo que dejas pasar, como Meryl Streep en Los puentes de Madison. Verla en estos días de fin de año y arranque del nuevo creo que ha hecho que me guste todavía más. La última producción de Sorogoyen habla de la pareja en todas sus vertientes; de como el amor de cuela y se instala; se escapa y se aleja; regresa o se vuelve a ir. De las relaciones entre dos, pero también de los lazos con el resto del entorno que rodea a la pareja y que fortalecen o no lo que se va construyendo. Es una historia de amor, de ese amor que hay que cuidar día a día para que siga siendo motor y no destrucción. Los diálogos, esas largas conversaciones en el coche, en la cocina, en torno a una mesa, en un café, en la habitación, en una fiesta, en un hotel... Hablar para entender o para dejar constancia de lo que no se entiende. En esos diálogos reside la fuerza de lo que nos cuentan, a veces con pasión, otras con tristeza, desde la serenidad, o desde la huida. El tiempo pasa y el amor, como la vida, va con él, de cada nochevieja a cada nuevo año. Y que sea por muchos más.