Que la necesidad de tener razón siempre, en todo momento y lugar, es un rasgo propio de las mentes más vulgares, ya lo sabemos. Lo dijo Nietzsche, creo. O tal vez Dostoyevski. No obstante, por desgracia, ni siquiera a los más inteligentes les gusta estar equivocados. Cuando, probablemente, no haya nada mejor en esta vida que eso, quiero decir. Aprender a estar equivocado y aceptarlo con entereza (y sobre todo sin hacer ruido) es el principio de la sabiduría.

De hecho, ¿acaso hay alguien que no esté equivocado en este proceloso planeta? Todos lo estamos, esa es la cuestión. Obnubilados, obcecados, obsesionados y otras cosas que empiezan por ob. Lo difícil es darse cuenta de ello y seguir sonriendo, pese a todo. Ahora todo el mundo quiere tener razón a todo trance. Y me parece un mal síntoma. Querer tener razón a todo trance es el origen del drama. Con lo bonito y divertido que es ceder. Dejar que cada cual resbale graciosamente en su error. Verlos patinar ya desde primera hora la mañana. Eso tiene mucho encanto.

No obstante, en efecto, lamentablemente, tener toda la razón se ha puesto de moda últimamente. Aunque no la tengas, claro. No ser capaz de entender que puedes no tenerla, eso es lo que se ha puesto de moda. Como suele ocurrir siempre en los malos momentos. Y también, como es lógico, en los peores. Las mentes se están enrocando, Lutxo, viejo amigo. Las mentes se están replegando otra vez como alimañas recelosas. Retroceden hacia la madriguera, no sé si me explico. Hay algo en el aire, algo que olemos, que da miedo. Todavía no sabemos muy bien de qué se trata, pero en el fondo sí lo sabemos. Y no nos gusta. Es ese maldito olor, Lutxo, ya me entiendes, viejo gnomo, le digo, el aciago tufo de la Historia. Y me suelta: Que aún podamos olerlo ya es algo.