El otro día se nos murió la tía. En casa siempre fue Mari, la Tía Mari, pero para el resto del mundo era Cristina y una mujer capaz de llevar esa binomía con tanta gracia ya merecería una columna. Fue una gran feminista avant la lettre, podríamos decir además. Trabajó como enfermera voluntaria y fue periodista de radio: en Radio Álava, que luego fue Radio Nacional, recogiendo los ecos de la vida de su ciudad, Vitoria-Gasteiz.

Confieso que soy de familia de locutoras de radio, así que he mamado siempre este medio de comunicación que quiero y necesito. Con ella aprendí la importancia de cuidar el lenguaje hablado, de conocer a las personas, de contar historias que merecen ser contadas. Cristina escribió también, llevando a los libros su pasión en las ondas, sobre mujeres cuyas vidas no habían interesado demasiado, sin duda por su género, como la pedagoga sinsombrero María de Maeztu o la filántropa Felicia Olave. Su devoción la llevó a convertirse en la primera Abadesa de la cofradía de la Virgen Blanca en cuatro siglos, una fervor que siendo religioso era sobre todo de amor a la ciudad, a sus gentes. Colaboró también en la Bascongada, donde también aplicó su tenacidad para escarbar sucesos olvidados con los que recomponer historias veraces.

Me pongo intenso, perdonen, porque la pena de saber que ya no está para hablar de mil cosas en esas tertulias donde ella y su hermana, mi madre, las dos más que nonagenarias, reivindicaban un espacio para la gente mayorcísima, se dolían de la maldad de los bancos y las compañías que las ignoran y las condenan a no poder acceder a sus derechos; pero sobre todo celebrando, qué necesario, la bondad de la gente buena. En estos tiempos de malismos y poderosos macarras, la Tía Mari nos mostró que la felicidad la da ser buena persona. Adiós, te echaremos mucho de menos.