No se trata de vivir con miedo y alerta. No se trata de demonizar. Sí se trata de tomar medidas.

En situaciones de estrés y peligro repentino el sistema nervioso simpático estimula a nuestro cuerpo para que responda con rapidez. Hace que el corazón bombee más deprisa, nos llega más sangre a las piernas, los brazos, el cerebro. Se nos ocurren escenarios B y C, corremos más rápido, devolvemos un golpe, atacamos. Algo así debió de experimentar en Pamplona hace unos días una mujer en un acto, en principio tan anodino, como recibir en casa al técnico que le iba instalar un router. Un desconocido. Cuando cruzamos la línea a veces difusa que nos convierte en personas adultas caducan algunas recomendaciones que nos hicieron de niños. Mira por la mirilla, pregunta, no abras la puerta a desconocidos. No vamos a sospechar del fontanero, del técnico de la caldera, del revisor del contador. Están haciendo su trabajo. Leo en un artículo de este periódico que el técnico de instalación del router no lo era. La inquilina había solicitado el servicio a una compañía telefónica. Le indicaron el nombre y apellido del profesional que le iban a enviar. El hombre al que ella abrió la puerta dijo llamarse así, así que le dejó entrar. Empezó, presuntamente, a tocarla y perseguirla. Ella reaccionó y se encerró en una habitación. Quiso la suerte, su instinto o su velocidad que tuviera el móvil a mano. Llamó a una amiga que contactó con una vecina y con el portero. Avisaron a la policía, subieron a su casa. Resultó que el técnico oficial había subcontratado ilegalmente a ese hombre.

Estas cosas ocurren en segundos. No hay mucho margen para reaccionar a lo inesperado. Nuestro cerebro detecta peligro en una situación que había calibrado como normal. El sistema nervioso reacciona, pero no siempre es suficiente. Y luego está La Diferencia. A un hombre este falso técnico lo puede estafar y golpear. A una mujer la puede estafar, golpear y violar.