Hola personas, ¿qué tal va la primavera?, un poco mojadita, pero rica.

Tras el análisis de barra de bar que me permití la semana pasada sobre la situación mundial y que, a juzgar por comentarios que me habéis hecho llegar, no está muy lejos de la opinión general, hoy vamos a volver a recorrer nuestras viejas calles.

En más de una ocasión os he dicho que yo tengo espíritu de guía, de cicerone, y esta semana lo he sido de forma literal. Veamos. Resulta que el jueves llegaron Tilly y su chico Philip, dos amigos americanos procedentes de Arkansas, entre Oklahoma y Misisipi, muy lejos de la Plaza del Castillo. A ella la conocí por una página de genealogía -de esas que te descubren que tienes un primo quinto en Oymyakon, el pueblo más frío del planeta- porque, siendo bonaerense, procede de Salazar, su abuela era Roda, de Ezcároz, y entre sus ancestros hay algún Argonz que es mi octavo apellido, por mi bisabuela Melchora, de Ochagavía. El paseo no solo iba a servir para que ellos conociesen un poco nuestras calles, plazas, iglesias, palacios y monumentos, sino que también me iba a servir a mí para saber qué piensan y qué esperan de Pamplona dos personas que nunca habían estado aquí, ver sus reacciones, sus opiniones, sus dudas, sus preguntas. Bien, el caso es que el jueves a la tarde los fui a buscar al Yoldi, prestigioso establecimiento en el que se hospedan, y los llevé conmigo a una cita que tenía concertada con los amigos del Ateneo para llevar a cabo una visita guiada al Paseo de Sarasate, impartida por Javier Mangado, otro friki, como un servidor, de las pamplonadas. La cita era en la puerta de la Diputación a las 17,30 y allí que nos personamos. Tras escuchar un rato las sabias explicaciones de Javier sobre la historia de la ciudad en general y sobre la génesis del Paseo en particular, abandonamos la reunión porque el reloj corría y yo quería que mis amigos viesen más cosas de las muchas que tenemos para enseñar. Cruzamos a la vecina plaza del Castillo, que vieron como lo que es: la gran plaza del pueblo en torno a la cual gira la vida de la ciudad, el escenario en el que casi todo sucede. Admiraron con grandes palabras de elogio la llamada por nuestros abuelos “Casa del Crédito”, la del Iruña para nosotros, y los subí para que viesen el Nuevo Casino, les chocó que se llamase Nuevo. Quedaron impresionados con el Salón que Maximino Hijón decorara con ese gusto recargado de la época, pero lo que más les gustó fue la biblioteca y la pequeña sala de escritura. Me preguntaron cosas a cerca de los usos y costumbres de épocas pasadas y yo se las aclaré en la medida que pude. Salimos del casino y tomamos Chapitela para abajo. En este punto ya me empezaron a preguntar si por ahí pasaban los toros, pregunta que ya tardaba en salir, porque en aquellas lejanas tierras, los encierros son de las pocas cosas que se conocen de estos lares. Al llegar a Mercaderes les dije que por ahí si pasaban los toros y nos acercamos a ver la curva de Estafeta. Dimos la vuelta y nos encaminamos hacia la Plaza del Ayuntamiento, al ver la fachada consistorial quedaron boquiabiertos, la verdad es que es una fachada digna de admiración, por más que sus esculturas no sean de Miguel Ángel, y su estilo rococó le haga parecer, como dijo un visitante docto, un gran pastel de cumpleaños, si yo la viese por primera vez también quedaría impresionado. Ellos, por lo visto, habían escuchado bien las explicaciones de Mangado porque, en ese punto, me preguntaron que en qué burgo estábamos, y que de dónde procedían los franceses que poblaron el Burgo de San Cérnin. Fue el pie idóneo para explicarles algo de historia y hablar de Carlos III, del Privilegio de la Unión, que aunó los tres burgos, y de cómo dicho Rey levantó, en tierra de nadie el edificio de la Jurería, origen de lo que luego fue Regimiento y hoy es Ayuntamiento, como órgano regidor de la nueva ciudad surgida, a la que dotó de leyes, escudo y bandera.

Seguimos nuestro paseo bajando por Santo Domingo, explicando que es el comienzo de la famosa carrera en la que te juegas el pellejo con seis astados soplando en los riñones, y preguntaban detalles a cerca del futuro de esos toros y de si iban solos, al decirles que iban arropados por mansos que sabían el recorrido, me chocó el calificativo que dieron a los cabestros, esos mansos, dijeron, se podría decir que son como monaguillos, ayudantes. Nunca hubiese comparado a un monago con un toraco de 800 kilos, pero ellos así lo vieron. Llegamos al corralillo del Baluarte de Parma, les expliqué el recorrido del encierrillo, les hice las obligadas fotos y bajamos hasta los corrales del Gas, vieron el Arga, les gustó la riqueza vegetal, admiraron el verde que todo lo invade y volvimos a subir para tomar el paseo de Ronda por detrás del Museo. Estando en él, Philip miró su móvil y nos dijo: Habemus Papam. ¿Ya?, dije yo, qué rápido, ¿quién es el “afortunado”? no se sabe aún, me dijo. Seguimos nuestro camino, nos asomamos a la vega del Arga, les hablé de la Rotxa, de su pasado lejano, de su pasado cercano y de su presente. Cruzamos el Portal Nuevo, les hice el juego de las esquinas en los torreones, en las que el sonido se trasmite, y, cuando entrabamos en la Taconera, empezaron a sonar todas las campanas de Pamplona en un loco repique que celebraba el acuerdo alcanzado en el Cónclave y la fumata blanca que lo anunciaba. Admiraron el jardín, la muralla, los animales, todo el entorno les gustaba, y conocieron a Gayarre. Salimos a San Lorenzo para conocer a San Fermín. Dos grandes pantallas de televisión flanqueaban al Santo y un buen número de fieles esperaban conocer el nombre del nuevo inquilino de la silla de San Pedro. Saludamos al párroco Javier Leoz que fue amable, como siempre, pero que, lógicamente, andaba todo ajetreado por el momento que se vivía. Tras ver y conocer al “santo moreno”, abandonamos el templo por la puerta de la calle San Francisco. Recorrimos la calle Mayor, entramos en San Saturnino, pero apenas pudimos verlo porque estaban celebrando misa en la capilla de la Virgen del Camino. Les expliqué la historia de la Virgen viajera y les mostré la alta viga en la que dicen que se apareció. La historia les encantó, en América no hay de eso, tallas que van y vienen y vuelven a venir.

Por Ansoleaga salimos a la Cámara de Comptos, de la que presumí, y por San Francisco a la plaza del Consejo, expliqué la historia del Palacio de Guendulain y dimos la visita por acabada porque mi reloj me indicaba que el trabajo me llamaba.

Una cosa les llamó la atención: que saludase a tanta gente.

¿Aquí todos se conocen? Preguntaron. Casi todos, dije.

Besos pa tos.

Facebook : Patricio Martínez de Udobro

patriciomdu@gmail.com